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Jacinto era un muchacho de bajo perfil, de nula presencia, de esos que están ahí sin hacerse notar, y que cuando hablan te puedes hasta asustar, porque solo entonces te das cuenta de que existe. Nunca destacó en mi curso, y era muy rara la ocasión en que oía a alguien hablando de él, y aun así, su imagen captaba mi atención; en su silencio siempre templado descansaban mis ojos cuando menos lo esperaba; quizás fue por eso, por mirarlo mucho, por fijarme en su forma de ser, en sus inadvertidos resultados como estudiante, que terminé completamente enamorada de él.

No supe de su existencia sino hasta un día en que hizo dúo con uno de mis amigos en la clase de educación física. Al igual que nosotras, los muchachos tenían pruebas que superar, y las chicas se entusiasmaban al pensar en quienes eran los mejores: los hombres fuertes, rápidos, hábiles y flexibles. Todos los ojos se postraban siempre en los mismos sujetos: los más populares, que destacaban por su presencia y buen habla; también los mejores en cada materia física, ya fueran de fuerza, velocidad y elongación, y por supuesto, los chicos amigos que todas veían con ternura, y que casi nunca tenían buenos resultados en las pruebas físicas, pero se contentaban con los ánimos y consuelos de sus amigas: "quizá a la próxima", "no te preocupes, que lo tuyo está en otra cosa". Esas eran las palabras que le diría a mi amigo. Se las dije, pero con un escollo en mi cabeza, y alarmada por sentirme la única que se dio cuenta. Jacinto le había ganado en todas las pruebas a mi amigo, y por mucho. Pero yo fui la única que se dio cuenta. Pasó tan inadvertido como un cometa en medio de una ceremonia de fuegos artificiales.

Me intrigó que todas se centraran en mi amigo, y que estuvieran más pendientes de los siguientes que del muchacho que al final terminó tercero en el promedio general. Nunca quedaba primero en nada; siempre tercero, cuarto y a veces segundo. Corría casi tan rápido como los chicos del club de atletismo, y tenía un poco menos de fuerza que los que iban al club de boxeo, y su elongación no estaba muy lejos de los que asistían a gimnasia por las tardes. Pero por alguna extraña razón, nadie se fijaba en sus cualidades, y mucho menos las comentaban y recordaban.

Desde ese día comencé a mirarlo de forma ocasional, primero en las clases de educación física, donde al aire libre trotaba entre muchos, y a la hora de los ejercicios, era siempre el chico que se hallaba al lado de: el popular, el deportista, el chistoso, el tierno, el feo. Siempre cumplía ese rol referencial, como si ya fuera su etiqueta personal. Sentí pena por él, pero no tardé en darme cuenta de que era pura vanidad mía, pues al seguirle de lejos su andar por la escuela, me di cuenta que sacaba notas mucho mejores que las mías, y no solo en educación física, sino en todas las materias. Pero siendo fiel a su naturaleza, no destacaba en lo absoluto, pues él siempre era la tercera, segunda o cuarta nota en el ranking. De hecho, cuando publicaban los resultados generales de toda la escuela, Jacinto siempre estaba entre los primeros diez, y todos se preguntaban: ¿y ese quién es? Y luego se buscaban a sí mismos en la lista, o a sus amigos.

Seguí mirándolo, prestando atención a sus esfuerzos y resultados invisibles, hasta que un día una amiga me sorprendió.

—¿Qué miras? —me preguntó ella.

—Ah, nada. Es que el día está muy bonito. —Por suerte, Jacinto se sentaba junto a la ventana, y pude sortear una situación que pudo haber resultado incómoda. Decidí no mirarlo más, pero fue imposible, porque apenas me desconcentraba un poco y mis ojos volvían a él, sobre todo cuando estaba aburrida. Normalmente lo veía mirando por la ventana, los pétalos que arrastraban los vientos de primavera, o con la vista clavada en el pizarrón, cuando el profesor explicaba algo que al parecer le resultaba interesante.

En ese momento no entendía porqué, pero yo sabía lo que quería obtener al mirarlo: no era una sola cosa. Observarlo se había vuelto necesidad. Por las mañanas, no habían pasado ni cinco minutos de levantada y ya estaba pensando en él, en las horas que permaneceríamos sentados en la misma sala, y que ahora se hacían tan cortas después de pasadas, porque inconscientemente quería estirar al máximo esos momentos. Y la segunda cosa que deseaba conseguir al mirarlo era que sus ojos se cruzaran con los míos. Lo anhelaba tanto. Nunca pasó, al menos hasta que le hablé yo, porque ya no soportaba la espera. Quizá al principio solo era curiosidad, pero su aura misteriosa e indescifrable terminó por absorberme y convertir mi interés en algo tan pegajoso de lo que no pude desprenderme jamás. El recuerdo de esos días de escuela permanecería para siempre en mi alma.

UN CHICO QUE NADIE VEÍADonde viven las historias. Descúbrelo ahora