Todas las cosas van hacia ti.

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Vuelve pronto, dame la mano y abrázame, y de nuevo juremos que ya será la última vez...

Joaquín le puso un vaso de brandy en frente, mientras Ana se frotaba los brazos, empeñada en desaparecer el frío de su cuerpo. Afuera aun llovía como si el mundo se fuera acabar. Notó que el perfume de Cristina le rondaba la nariz, persistiendo en la sala de estar a pesar de la ausencia de la dueña. Cerró los ojos momentáneamente; el aroma le intensificaba el dolor de cabeza. Cereza, vainilla y bergamota. Nunca le habían gustado las fragancias extravagantes, como acostumbraban a usar sus colegas. Ella prefería las esencias naturales, como el de las lavandas de la casa de sus suegros en Mieres, o el aroma a sal del mar menorquino... Pero no podía quitarse el suéter que le había prestado Joaquín, que para variar, también era de su novia, pues al menos la blusa y la chaqueta que ella traía estaban empapadas, y el jienense le dejaría los preciados albornoces de la modelo, antes que dejar que se resfriase.

—Anda, tómate esto, Anita. Te va a quitar el frío.

—¿Y Cristina? —preguntó, mirándole con su habitual cautela.

Ana apreciaba a la mallorquina, pero no tanto como para hacerla partícipe de su vida íntima. Claro que ella no había pensado en eso cuando tomó el coche y condujo hasta Relatores para poder hablar con Joaquín. Ni siquiera tenía la certeza de que él estuviera en casa. Sólo pensó en la necesidad que tenía de desahogarse, y al parecer, la suerte se había puesto de su lado. Si Joaquín no hubiera estado en su piso, no sabía qué hubiese hecho.

—Ha ido unos días a casa de sus padres —El pelinegro le sonrió, sentándose frente a ella con un vaso similar al suyo. Colocó la botella de licor entre los dos.

—¿Tenéis problemas? —murmuró, aparentemente interesada en el tema.

Aunque no había probado el trago siquiera, estiró la mano para servirse más brandy; aunque fue ella quien corrió hasta su amigo para buscar consejo, su natural reserva le impedía abrirse de buenas a primeras. De todas formas, la distracción no le sirvió de mucho. Se olvidaba de que estaba ante una de las personas que mejor conocía y retrataba al género humano. Por supuesto, la nube de amargura que empañaba su luz habitual no pasaba desapercibida para Joaquín.

—Con gusto te hablaría de mis desventuras amorosas, guapa, pero creo que no estás aquí para eso. ¿O sí?

Ana miraba fijamente el vaso, perdida en los hechos de aquella tarde. No, no estaba allí para eso, por supuesto. Había cruzado Madrid y llegado hasta su piso porque, tras los desastres de unas horas antes, su mente no había pensado en otra persona más que en Joaquín para aconsejarla.

—Anita... —El susodicho tomó su mano, presionando el dorso levemente para recuperar su atención —¿Qué ha pasado?

Sin querer, sus ojos volvieron a empañarse de lágrimas, como el ventanal mojado por la triste lluvia que caía fuera.

Ana miraba por el cristal del coche, maravillada al notar que las luces de la Cibeles ya estaban encendidas. Era un espectáculo que, aunque lo hubiese visto miles de veces, nunca se cansaba, y junto con una naciente puesta de sol, la tarde madrileña resplandecía por su calidez. Habían dejado las nubes en Concha Espina, empezando el luminoso atardecer un poco antes de la Puerta de Alcalá. La castaña había dejado de tararear apenas un par de cuadras antes. Le era inevitable.

El coche paró, y se dedicó a ver unos segundos el maravilloso contraste de luces y colores, escapándosele un suspiro inconsciente antes de devolver la mirada a Víctor, quien tenía el ceño levemente fruncido.

Noté antes de salir que Marina te ha devuelto la palabra inquirió, tocando el tema que sabía, le tenía preocupado. Pasó una mano por su nuca, peinando con sus dedos el remolinillo que se le hacía en el nacimiento del cabello ¿Se le ha pasado el cabreo ya?

Relatos de una pareja provisional.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora