La interrupción

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A las nueve de la noche está en la ventana de la habitación del hotel que Louis ha alquilado. Podría haber entrado hace media hora, pero aún no procesa lo que ve detrás del vidrio. Una chica, joven, adolescente, guapa, con la cara de Claudia. Toda una vida de diferencia que separan a ese rostro del de su hija no hace más que llenarlo de angustia. Su Claudia, la mordiesen o no, nunca hubiera llegado a esa edad. Hermosa, sana. Quiere vomitar.

La idea de Claudia, una vez más atada a un mundo de penurias, le hacen renacer los celos enérgicos de sus años en Nueva Orleans. Su familia es suya, no debería pasarle nada sin su autorización.

Claudia debería estar en la otra puerta, peleando con el sueño para iniciar su nueva noche. Esta extraña copia le hace querer irrumpir y arrancarle el cuello.

Siempre puede tratarse de otra cosa. Una chica que no tiene nada que ver, con los mismos rasgos, pero sin el contenido. Deberá pedir que la investiguen y debe evitar que Louis se obsesione con ella, o se sienta culpable. No necesitan pelear una vez más.

Suspira. Es posible que sea demasiado tarde para todo eso. Por lo que sabe, el gasto extraño en las cuentas de Louis se debe a esta pequeña.

La sigue con loa mirada, está cocinado algo. Huele a salmón, arroz y algo ácido. Ella se ríe, hay música en sus oídos que Lestat capta junto a las frecuencias de sus pensamientos. Está pensando en Louis y en su amabilidad, también en su padre y en los gritos de su hermana al teléfono dos días atrás.

Hay muchos gritos en su mente, y muchas palabras hirientes. Lestat no puede reconocer todo, pero encuentra un patrón.

"Te has ido con un viejo ricachón y ahora culpas a papá", "eres una desagradecida", "mamá no ha podido dormir por tu culpa", "espero que te mueras. Muérete". Ella quiere llorar. Lestat tiene preguntas varias.

Louis entra en la habitación principal un poco después. Lestat se hace notar de inmediato, ha venido aquí por respuestas y, antes de cortar el cuello, a cualquiera, va a obtenerlas. Su querido Louis le mira con culpa, antes de caminar hacia el balcón donde lo espera. La chica, Janeth, sigue cantando e ignorando las acusaciones mientras derrama algo de salsa sobre el pescado.

El lento caminar de Louis a veces es una ventaja, como en este caso, pues permite apreciar el ceño levemente fruncido, las manos que se agitan con mortal remordimiento y la mirada, —oh, la mirada—, del tormento que nunca abandona al hábito de la culpa. Lestat quiere golpearlo.

Mientras abre la puerta corrediza, la necesidad de hacer algo por sacarlo de su estupor es mayúscula.

—¿Por qué tienes a una copia de Claudia en esa habitación? —reclama, atrayendo a su amante por un brazo. Lo quiere cerca, tan cerca que sea imposible que huya de nuevo a cualquier lugar.

Puede oler la sangre, el alimento recién adquirido resuma en las venas de su neófito y también en las esquinas de sus labios. Podría besarlo, si eso no los distrajera del problema.

—No es Claudia. —Louis, con su mágico acento del sur en auge, como no pasa hace mucho—. Es solo una chica que necesita ayuda —. La ve, ve la culpa atravesar su rostro como una mortaja. Su amante, de pie en aquel balcón, sin responder, pero con todos los argumentos en su mirada. Lestat no cree que pueda hacer algo real, no contra el propio Louis.

¿Pelear? Se rindieron ante ello cuando Louis accedió a cruzar el Atlántico para poner toda su fe en su extraña corte. Cualquier reproche lo sabe ahora, solamente tiene como salida la huida brutal de uno de los dos hacia algún rincón sin sol ni ruido. Quiere besarlo, para distraerlo y distraerse. Podría fingir, es un buen actor. Si finge, si no ve nada, el único reclamo viene de su mente; nadie más que ellos se enteraría.

Rosa de tu JardínDonde viven las historias. Descúbrelo ahora