La interpretación

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El sol le levanta primero. Puede sentirlo más allá de la cripta, reptando sobre las montañas, dejando atrás las hojas que poco a poco son envueltas por el rocío. Se está yendo y, con él, el letargo de sus músculos.

Louis, presa aún del sueño de la muerte. Descansa a su lado con sus rasgos pétreos, como una etérea imagen de un ángel recostado en una cripta. La idea le encanta. Su Louis como un bonito adorno de su tumba.

Lo ama, demasiado, es obsesivo al respecto.

Esto lo lleva a pensar, de manera inmediata, en la forma apresurada de llegar a su habitación la noche anterior. Un comportamiento que nunca se había presentado, ni como amante ni como enemigo. Cuando la pasión de Louis le ha inflamado de amor u odio, su mayor modo de demostrarlo es destrozarlo todo, nada como aquel vampiro que se acurrucó a su lado para recibir algún tipo de consuelo por el que tuvo miedo de preguntar.

Su relación con Louis a veces es mucho más exigente que cualquier aventura. Nunca sabe si van a observar el fin del mundo juntos o acabaran con su existencia antes de encontrarse una vez más en un abrazo.

Deja su cripta, comenzando el día con los viajeros más lejanos, que no dejan de llegar nunca. Vienen a ver a un príncipe y es lo que van a obtener. La idea de un Louis inestable da vueltas en su cabeza mientras habla con Marius, quien considera importante crear algunos ritos para la correcta organicidad de su tribu. A Lestat le parece imponer rangos. Su espíritu francés parece no ser acorde a la regulada mano de un patricio.

No ve a Louis esa noche. Ni la siguiente. Y podría ser normal, hay semanas completas en las que no se encuentran a pesar de dormir a unas cuantas cámaras de distancia. Pero puede darse cuenta de que algo está mal cuando, dos semanas después, su madre aparece en su oficina.

Gabrielle lleva un bonito traje gris, que se amolda a sus formas suaves con seriedad. Se ve como un joven neoyorquino de esos que van a Broadway para postearlo en Instagram. Quiere abrazarla, pero lo detiene con una mirada.

—¿Puedo preguntar por qué Louis no está atendiendo sus deberes? —es solo una pregunta, es Gabrielle preocupada, pero la sorpresa por ello lo retiene en su cómodo sillón. Ella siempre ha pasado por alto lo que sucede en la Corte, a veces parece incluso contemplar con gusto, junto al propio Louis, lo que eventualmente consideran será un fracaso.

Suelta una carcajada.

—No sabía que te habías vuelto una suegra controladora.

El ceño fruncido que recibe a cambio lo lleva a días más mortales, con su madre odiando a su padre tanto como a los hijos que poco a poco robaron su salud y belleza.

—No ha vuelto, Lestat. Se fue y nadie sabe a donde. ¿Qué le hiciste?

La respuesta que quiere dar es: Nada. Lo que su mente hace es repasar los últimos diez años en busca de alguna falta minúscula que haya pasado por alto y que ha venido acumulando polvo y odio. Podría tratarse de cualquier cosa y, en otras circunstancias, creería que es posible.

Pero no ahora, ahora pueden hablar de estas cosas sin pelear, pueden hallar el punto medio en el que su dulce lirio no se ahogue en las entrañas de la noche y, mientras, él puede continuar respirando. Louis no se iría a ningún lugar sin él, sin decirlo. Le notificaría, como en sus mejores tiempos, a través de una bonita carta perfumada o el cierre inequívoco de la puerta de su cuarto.

La terrible idea de un secuestro escuece por su cuerpo.

Su Louis podría estar en problemas y lo están culpando a él.

—¿Cómo es que estás segura de que no está en peligro?

—Si así fuera, ya alguien te hubiera contactado para amenazarte. Pero, tu comportamiento no devela alguna amenaza. Armand y Marius no quieren preguntar por qué suponen que se trata de otro berrinche entre ambos.

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