Renacer entre cenizas

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En alguna ocasión todos hemos estado tan cerca de la muerte que hemos decidido alejarnos de la vida. Yo encarno el perfecto ejemplo de esta frase: sin padres, ni hijos ni ninguna otra persona capaz de expresar un mínimo afecto hacia mi persona. Mi madre falleció cuando apenas contaba los tres años; una debacle familiar. Mi padre jamás pudo aceptar su pérdida, y, como resultado, tan sólo encontraba la paz en un sitio más allá del alcohol: la platanera que había pertenecido a la familia desde hacía generaciones. Allí, en su compañía, trabajábamos sin cesar y, a pesar del intenso clima canario y su humedad, de su rostro no desaparecía una peculiar sonrisa. Él decía que, por muy rota que un alma se encontrase, siempre hallaba un lugar donde ser feliz. No obstante, como a todo, su hora llegó y, debido a las deudas que había acumulado a lo largo de los años, sólo recibí de él un austero reloj de cuero, cuyo único valor residía en la figura de un fénix que ocupaba su esfera. "Las almas son como el ave fénix, llegado el momento arderán en llamas, pero con esperanza y coraje, regresarán a la vida", solía decir. Si la pérdida de mi progenitora fue insuperable para él, ¿qué decir de la suya?

Empleando los únicos ahorros de mi vida construí una casa, un refugio para mi alma, cercana a Todoque. Humilde, de blancas fachadas y sin otra decoración que los muebles más básicos. Desde ella, cada mañana contemplaba al altivo Apolo erguirse sobre la cima de Cumbre Vieja, una preciosa estampa digna de ser fotografiada. En aquel maravilloso paisaje encontraba una distracción para el sufrimiento de mi pobre ánima. Pero nada es para siempre, solemos escuchar. Un cálido día de mediados de septiembre, la tierra bajo nuestros pies comenzó a temblar y lo que hasta entonces alivió mi dolor, se tornó a expulsar lava por su abrupta boca.

Una noche en que el calor del magma podía sentirse en el aire, las sirenas entonaron su canto. Yo me encontraba en el huerto, tras mi hogar. Temeroso, avancé hasta la modesta puerta de entrada. Cuando atravesé el umbral y descubrí tres vehículos de colores llamativos y luces sobre ellos, supe qué ocurriría a continuación: no regresaría a mi hogar en un tiempo. Sin pensarlo, corrí hacia el salón, y abrí la vitrina que contenía mi única herencia. No podía permitir que el recuerdo de mi padre ardiese para siempre. Repentinamente, unas callosas y firmes manos me tomaron de la cintura, me sacaron de mi hogar y me colocaron junto a uno de los camiones. No obstante, antes de llegar, sentí como el cuero resbalaba de mis dedos y se perdía entre la ceniza.

Fui llevado a un antiguo edificio de la década de los setenta que hacía las más veces de sede de eventos deportivos donde compartí habitación, comedor y sala de estar con lo que rondaba una centena de personas. Todos sabíamos lo que sucedía fuera de esos muros, pero, si la iglesia de nuestro pueblo resistía el avance de la lava, ¿por qué no habríamos de hacerlo nosotros?

El tiempo transcurrió y, como siempre, lo sepultó todo, en este caso, de escombros y ceniza. Finalmente, el templo hacia el que toda España tenía vueltos sus ojos acabó por sucumbir, y, con él, todas nuestras esperanzas.

Las vistas se volvieron una constante: una densa y negra columna de humo apuñalaba el hasta entonces sempiterno cielo azul, envolviendo la isla en un perpetuo crepúsculo de polvo y pavesa. Se habían cumplido dos meses desde que el dragón de la tierra escupió por ver primera la rabia de sus entrañas, y nosotros esperábamos a un san Jorge que parecía nunca llegar. Durante ese tiempo nos acompañaron los rugidos y el tremor del volcán, un macabro y sádico réquiem que, a modo de acompañamiento musical, nos recordaba que había engullido cada día un pedazo más de nuestra isla, un pedazo más de nuestra vida.

Pasó otro mes, y la fe en los milagros navideños nos devolvió el ánimo. Conocíamos que no había razones para creer en nada, mas necesitábamos aferrarnos a una posibilidad, por remota que fuera, de salvación. Y con el nacimiento del Señor se cumplió nuestro deseo. El día de Navidad, la erupción se declaró finalizada, y pudimos regresar a nuestros hogares.

No disponía de más opciones, con lo que regresé a la que había sido mi morada, o lo que quedaba de ella. Un negro manto de fino polvo inundaba cada una de las habitaciones, las lenguas de lava habían derribado sus muros y el magma, impasible, destruyó cuanto encontró a su paso. No había rastro de muebles, objetos personales, herramientas de trabajo...ni siquiera el huerto en el que imaginaba algún día reencontrar a mi padre escondido entre los árboles.

Con los ojos bañados de lágrimas encontré el camino afuera. Una vez allí, contemplé mi refugio del alma, o mis, ahora, ruinas. No daba crédito a lo que veía; toda una vida perdida sin oportunidad de enmendarlo. Pero aquello que más me dolió no era sino haber sido incapaz de salvar el único legado de mi progenitor. El sentimiento de fracaso y de impotencia me embargó. Terminé de romper a llorar y me tendí sobre la cama de cenizas que había tomado la isla. Envuelto en sus finos granos, una lejana voz me devolvió a la realidad. Levanté la vista y vi a Ayoze, el viejo compañero de infancia de mi padre. Corrí hasta él, y, entre sollozos, lo abracé, pues eso era lo que necesitaba, un conocido, un amigo, un apoyo.

— Lo...lo hemos perdido todo— alcancé a balbucear.

— No, todo no— respondió retrocediendo. Tras ello, me tendió el reloj del fénix, que agarré cuan rápido mis manos me lo permitieron—. Después de haber sido evacuada tu casa, vi entre la ceniza un brillo fulgurar como el fuego, y reconocí el reloj de tu padre

— Muchas gracias —lo volví a tomar entre mis brazos—. ¿Dónde dormiremos?

— Un vecino cuya casa no se ha visto afectada está acogiendo a quienes más lo necesitan. ¿Qué opinas de ir allí?

Una semana ha transcurrido desde que nos alojamos aquí. Es una casa cómoda y bien equipada, y, acostumbrado a dormir con un centenar de personas, no puedo quejarme. En ocasiones, me tumbó en el suelo como hice a la entrada de mi hogar, observando el reloj de mi padre, mi tesoro familiar, y, con una sonrisa dibujándose en mi rostro, pienso:

— Al igual que el ave fénix, pasado el momento en que ardimos en llamas, con nuestro coraje y valentía, de las cenizas regresaremos a la vida.

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