Capítulo 5. Miedos de luz

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El miedo es una excusa que no solo usan los cobardes, también los insensibles, y por eso cuando un enemigo acusa, el silencio de un amigo condena. Algunas veces se atrinchera en el cuerpo como una incapacidad pero, como todo en la vida, nunca es para siempre. El miedo como recuerdo del dolor y la adicción como memoria del placer, aunque quizás Chopra olvidó que ante lo desconocido algunos no sienten precisamente curiosidad. Debilidad al fin y al cabo. Otras permitimos germinar el miedo a vivir sin miedo, para así no tener que tomar decisiones y, lo peor, afrontar actos. Quizás la estupidez humana no sea tan infinita como la indolencia y sea esta la que al final se expande por el universo en nombre del miedo.

Pero no era esa clase de miedo la que le producía Morgan. Era, probablemente, su repudio a la novedad, a no controlar su pequeño y ordenado mundo; una sensación extraña de incomodidad que, en ocasiones, incluso despertaba más curiosidad que rechazo.

Una vez se acomodó en la habitación en suite del hotel, Nici sacó un ordenador minúsculo y tecleó a una velocidad vertiginosa, a un ritmo monótono, que solo concluyó cuando se activó una pantalla en el ordenador y pudo ver una maraña oscura moverse y arañar la pantalla.

⎯No sé, la verdad... Bueno, ya hablamos ⎯dijo la maraña mientras se separaba de la pantalla del móvil.

Afortunadamente para Fenicia, Morgan dejó el móvil en los pies de la cama de un dormitorio estilo japonés, por lo que la perspectiva era más amplia que simplemente la panorámica de un techo. Pudo observar que las paredes eran en tono café, sin luces en el techo pero con moldura, con escasa decoración, y un cabecero de cama cuadriculado que casi rozaba el techo. Cerca de la cama, un escritorio dejaba ver de soslayo un portátil encendido y una pequeña maleta con ruedas abierta, adivinándose que la habitación continuaba detrás. En la pared contigua a la cama, una puerta entornada dejaba escapar el ruido de un grifo. Fenicia cerró lo ojos y distinguió el sonido de la ropa al caer al suelo, los pies descalzos al entrar en la ducha o cómo cambiaba el tono del repiqueteo del agua al caer en el cuerpo de su compañero de máster. Cuando fue a apagar su portátil, la chica pudo observar unos dibujos geométricos que le resultaban familiares, como un mosaico mezclado con motivos circulares, que se le antojaban azules y verdosos, y parecían ser el cuadro de una de las paredes. «Apágate», le ordenó al portátil mientras se recostaba en la cama cuando un grito reprimido hizo que se reincorporara de golpe: el mosaico no era un cuadro, era el panel de un armario empotrado como que el tenía justo enfrente de su cara.

A pocos kilómetros de allí, en un restaurante de decoración aburridamente minimalista con vistas al mar, un pequeño grupo de hombres encorsetados en trajes igualmente aburridos conversaban distraídamente. Momentos después, giraron la cabeza al acercarse un elegantísimo vestido con curvas y una melena oscura perfectamente ondulada, porte digno de una diosa terrenal, pensaron algunos. Sin quitarse los guantes negros, la mujer saludó ligeramente a cada uno de los cuatro comensales, y se dispuso a acompañarlos en la degustación de un arroz con bogavante más digno aún de alguna de esas deidades descarriadas por los placenteros caminos de la mortalidad.

⎯Querida señora Valesy, ¿o debo decir señorita? ⎯comenzó el primer comensal, sesentón poco canoso con abundante pelo, magro y rectilíneo.

⎯Señor Gorsky, ¿señorita? Estamos en el siglo XXI, tampoco se llaman bacanales a las comilonas ⎯contestó mordaz mientras se sentaba.

⎯Deslumbrante, como siempre, siéntese a mi lado ⎯añadió un segundo señor, con las mismas pintas que el anterior, pero con algo menos pelo y llevando gafas.

⎯Gracias, señor Bourla, siempre mirando por los demás ⎯dijo con ironía, sin mirarle, mientras se quitaba los guantes de algodón bordado en las muñecas, para dejar al descubierto unas preciosas manos llenas de minúsculas cicatrices.

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⏰ Última actualización: Dec 10, 2023 ⏰

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