Capítulo 1. Jardín Medieval. Post Tenebras Spero Lvcem

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De pronto, una mujer pelirroja como el amanecer de los tiempos cruzó la Diagonal huyendo a pasitos cortos por culpa de los tacones. Pasó el tranvía y dejó el hotel de donde escapaba a sus espaldas, giró a la izquierda y subió por Pedralbes en dirección al distrito Sarrià. A la altura de la casa Güell, se descalzó. Mientras observaba cómo el dolor del dedo gordo del pie tenía cara de ampolla, un hombre alto y moreno trajeado la agarró del brazo con tal fuerza que la volteó hacia él. Aquel hombre de mediana edad le dibujó un círculo morado en la frente con el dedo gordo, continuó trazándole una E en la mejilla para terminar con una cruz invertida en los labios. Presa del pánico, se quedó inmóvil como un ratón es víctima de los ojos de una serpiente. Le agarró la cara con aquella enorme mano durante unos segundos, ella estaba paralizada por el miedo, y la acarició con el mismo dedo con el que la había marcado, observándola. Ella miraba sin ver, con una subida de adrenalina que hubiera fulminado un elefante. La soltó y, como el que abre la caja de pandora, lanzó un puñetazo que fue esquivado, pero no el rodillazo. Dejando atrás un revoltijo de dolor que se retorcía en el suelo, huyó de lo que acababa de ocurrir como la vida huye de la muerte, sin esperar a recuperar resuello. Unos minutos más tarde aquella mujer de ojos rasgados había desaparecido en el claustro más grande del mundo, con unos zapatos de tacón borgoña en la mano.

La luna, siempre, es de quien la llena. La noche se presentaba como para dejar que te tocara el alma y cerrar por dentro. Algunos se empeñaban en llamar calles al vapor de agua y la luz de la luna insistía en pulverizarla en arcoíris nocturnos. La noche confundió a Fenicia con las arcadas del monasterio mientras la mujer, hipnotizada, miraba el claustro con la espalda apoyada en el alféizar de uno de los arcos. Olía el aroma inconfundible de las plantas medicinales del jardín medieval, una de las pocas cosas de este mundo que conseguían relajarla, eso y no dedicarle a lo desagradable que pudiera ocurrirle más de un pensamiento. De repente, una sombra hecha noche se movió entre las amapolas y un frondoso árbol de laurel como se trasladan las ánimas en penitencia.

⎯Buenas noches, Ava ⎯saludó la mujer pelirroja girando la cabeza, aún recostada.

⎯Se te olvida añadir lo de hermana ⎯contestó un semblante sereno vestido con un extraño hábito.

⎯Nunca fui de protocolos, ya lo sabes ⎯contestó la mujer descalza.

⎯Tienes marcada la cara... ⎯comentó mientras la señalaba, mirándola fijamente.

Durante un momento dudó. Justo esa era una de las cosas desagradables de las que olvidarse. Sacó el móvil y se miró en la cámara, se fotografió y luego intentó borrarse las marcas.

⎯¿Qué te trae esta vez por aquí? ⎯inquirió una monja vestida de blanco con una llama roja en el pecho.

⎯Descansar... ⎯y dejó escapar un suspiro, pájaro huyendo de la jaula⎯. Bueno, eso y algo para la rozadura del pie ⎯añadió dándole vueltas a un mechón de cabello.

⎯Nici, Nici... ⎯repitió su nombre a cambaladas⎯. En fin ⎯suspiró⎯, voy a ver qué te doy ⎯dijo la monja marchándose por donde había venido.

⎯Tintura de rosa de mosqueta, primera prensada en frío, ecológica... ⎯le dijo Fenicia a lo lejos sin moverse un ápice de su sitio.

⎯No alces la voz ⎯se escuchó un susurro apenas audible desde el jardín⎯, desde que estás estudiando ese máster nada más dices tonterías ⎯rumiaba ya de vuelta la monja.

⎯Venga ya... ¿Aloe? ¿Ni siquiera centella asiática? ⎯se decepcionó⎯. Verás cuando se lo cuente a mamá, siempre dice que todo lo curas con mucha agua y aloe.

Una sonrisa tan leve como una lágrima perdida en la tormenta dibujó melancolía en los labios de Ava.

⎯Si quieres que te acompañe... ⎯comenzó la frase mientras untaba en el pie de Fenicia pulpa del interior del tallo de aloe que había cortado.

⎯No hace falta ⎯contestó como tantas otras veces antes.

Los pies desnudos se dirigieron firmes hacia el interior del convento, sus pasos eran susurros que se pierden en la oscuridad. El aloe la hacía resbalar, por lo menos el dedo. Fenicia conocía el monasterio como la palma de su mano y adoraba desplazarse, felina, sin más iluminación que la luna o las estrellas. Una vez dentro del edificio, unas serpientes de luz que destilaban la noche en las velas fueron su única ayuda para trazar el camino hasta el arcosolio, escasamente alumbrado por dos pequeñas antorchas que aún cumplían su función. En el frontal del arco ojival, unos frescos revelaban un dragón con las alas extendidas que mostraba en sus fauces una manzana, y en la frente una flor de lis. A la izquierda, un anciano de larga cabellera cana, barbas de aspecto suave, ligeramente onduladas en las puntas y túnica morada, sostenía un caldero con el borde de perlas. A la derecha, un lago rodeado de manzanos mostraba en el interior una espada surgiendo de sus aguas con la empuñadura en forma de cruz cristiana.

En el interior del arcosolio, un sarcófago de mármol con incrustaciones de esmeraldas tomaba forma de una dama de pelo largo con una diadema que lucía un esbelto triskel de hojas en el centro de una llamarada.

Fenicia se arrodilló ladeada, muy cerca, a los pies del sarcófago, dejando que su brazo izquierdo descansara en el mármol, la cabeza apoyada en la piedra. Acariciaba con la yema de los dedos, como queriendo memorizar cada una de las imperfecciones de la piedra, los pliegues del vestido esculpido. Era paradójico cómo el tacto de algo frío podía ser tan cálido y relajante para Fenicia.

⎯Ya lo sé, mama —susurró mientras cerraba los ojos.

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