Vampicena

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Confirmé que no era un violador ni un asesino en serie de esos que te cortan los pechos y luego se los tiran en cuanto llegamos a las puertas del bar; un asesino en serie probablemente habría escogido un sitio con menos suciedad acumulada.
―¿Reutilizan de alguna forma la grasa que se amontona en los cristales y el suelo? ―pregunté con ironía.
―Solo la que se despega fácilmente. La que suelen usar más es la que se acumula en la cabeza del cocinero.
Eso me hizo reír.
Sujeté un largo mechón de pelo pelirrojo y se lo puse cerca de la cara.
―Pues, qué mala suerte que me haya lavado el pelo antes de salir de casa.

SEPARADOR

―¿Te gusta? ―preguntó levantando una ceja con indiferencia.
―No está mal ―contesté dejando mi plato ahora vacío. Me recosté en el banco acolchado cruzándome de brazos.
La música dejaba caer notas desde unos altavoces antiguos y grasientos colgados del techo, por ello la voz de Adele se oía algo distorsionada cada vez que alcanzaba una nota alta, y las camareras iban vestidas como si en lugar de hallarnos en la Barcelona del año dos mil veintidós, estuviéramos en el Wisconsin del año mil novecientos setenta.
―No, no está nada mal. ―Me moría de ganas por probar el refresco que se estaba bebiendo directamente de sus labios, pero no permití que lo notara.
―¿Cuál es el plan después de esto? ―inquirí entrecerrando los ojos―. Son las once y aún quedan seis horas para las cinco.
Raúl se reclinó hacia atrás en el banco e imitó mi posición; tenía más músculos que Don Limpio. Las venas resaltaban en sus bíceps coloreados por el sol y su camiseta se estiraba en la zona de su pecho.
El tiempo de abstinencia sexual volvió a aporrear la puerta.
―Te noto nerviosa ―dijo intentando alterarme.
Bueno, yo también podía jugar a eso.
―Puede ser ―aseguré levantando las cejas y haciendo sobresalir mi labio inferior. Me erguí poniendo los codos sobre la mesa y sujetando por la barbilla el peso de la cabeza con las manos unidas―. Si te soy sincera no sé si seré capaz de aguantarte seis horas más. Llevamos solo dos y esto comienza a ser tedioso.
Una risa gutural escapó de su pecho y sacudió todo su cuerpo.
―Eso no es cierto ―aseguró inclinándose hacia delante―. Te mueres de ganas de saborearme.
Me atraganté. Literalmente. Tosí aferrándome el pecho y bebí un trago de agua tan grande que me podría haber ahogado en él. Me recogí un poco el pelo en un intento recuperar algo de dignidad.
Yo no había sido capaz de entrar en su cabeza ni una sola vez y el, en cambio, parecía poder leerme el pensamiento.
―¿Estás bien? ―preguntó con la misma sonrisa que antes.
―¿Eres siempre tan prepotente y engreído? ―Pretendía sonar brusca, pero solo parecí a punto de morir con la renquera de mi voz.
―Solo con quién lo merece.
―Oh, gracias ―empecé con una ironía tan afilada como la guillotina que decapitó a Luis XVI―. Es un verdadero privilegio para mí que me haga usted merecedora de tal honor, señor Conde. ―Un brillo divertido asomó en sus ojos, pero se extinguió en cuanto llegó la camarera.
―Aquí tienen la cuenta.
―¿Aceptáis Bizum? ―pregunté esperanzada. La maldita aplicación del móvil me fallaba una de cada tres veces.
―No, lo siento. Intentamos recrear la esencia de los años dorados en Estados Unidos y entonces no existía el Bizum. ―Bendita estupidez.
No pude detener a mi lengua cuando se volvió bífida.
―En aquellos años tampoco existían las tarjetas de crédito ―aseguré―, y eso ―dije señalando el cacharro que llevaba en la mano―: tiene toda la pinta de ser un datáfono.
―No te preocupes, ya pago yo ―ofreció Raúl.
Parecía estar divirtiéndose demasiado con la escena.
―Ni de puta coña ―ladré.
―Vaya, que señorita más educada ―replicó con sorna.
―Ni soy una señorita ni soy educada, y tampoco soy una mantenida. Toma, cóbrate con el móvil.
El atónito camarero acercó el datafono y yo puse mi móvil encima con la aplicación de la tarjeta abierta, pero mi maldito móvil se negaba a colaborar.
―Parece que no va, señorita. ―Sabía que el camarero solo intentaba ser amable, pero eso no hacía otra cosa que irritarme más.
―Naiara, en serio, deja que pague yo. Hazme un Bizum si quieres ―susurró Raúl sacando su tarjeta.
Estuve a punto de pegarle por llamarme por mi nombre completo; únicamente la hermana María del Mar puede hacerlo sin que mi lengua muerda a alguien.
Lo de hacerle un Bizum era la último que yo quería ya que detestaba tener que coger su número de teléfono. Estaba segura de que eso me traería algún tipo de comentario tarde o temprano, pero no me quedó otra que ceder.
―Está bien. Dame tu teléfono ―ordené de mala gana con mi melena pelirroja formando una cortina que ocultaba mi cara.
―Sabía que al final acabarías sucumbiendo a mis encantos y me pedirías el teléfono ―dijo.
Temprano, la frasecita llego más temprano que tarde. Levanté la mirada y clavé en ella toda la furia que pude mientras empujaba la puerta grasienta del local.
―Vete a la mierda ―maldije en cuanto se cerró a mis espaldas.
En la calle no había ni un alma o, si la había, debía de estar agazapada congelándose en algún rincón oscuro. Aunque pensándolo bien, toda la calle era un único rincón oscuro.
Me abroché la chaqueta y me di la vuelta dispuesta a irme, pero no había dado ni dos pasos cuando Raúl me cogió del brazo obligándome a darme la vuelta.
Me golpee contra su pecho.
―¿Dónde vas? ―dijo―. Aún no tengo decidido si eres rara en el buen o en el mal sentido.
¿Este tío jamás pierde la sonrisa?, pensé.
―Te acabo de mandar a la mierda. No sé tú, pero yo lo veo fácil.
Ni de broma me iba a dejar intimidar por lo asquerosamente sexy que era.
―Yo no lo veo tan fácil, princesa.
―No me llames princesa. ―Mi gruñido quedó ahogado por la presión que ejercía su cuerpo contra el mío.
¿Cuándo se ha acercado tanto?, pensé mientras intentaba que mis neuronas dejaran en paz a la parte del cerebro que se encarga del deseo.
―Te tiemblan las piernas.
Estaba envuelto por la oscuridad del callejón, pero aun así sus ojos negros refulgían.
―Hace frío.
No sé si es que mis neuronas no entendieron lo que yo les pedí, pero al caso estaban haciendo justo lo contrario.
Las ganas que tenía de besarle complicaron mi intención de sonar indiferente.
―Es octubre, pero la última vez que he mirado la temperatura estábamos a veintiún grados. ―Su forma de susurrar las palabras te incitaba a pensar en piel desnuda.
―Habrá bajado. ―Una gota de sudor se escurrió por mi escote en ese momento exacto. Que él persiguiera con los ojos el camino que dejaba rebajó un poco mi orgullo herido.
―No mientas. No es tu estilo ―dijo muy seguro de sí mismo.
Yo fruncí el ceño.
―¿Y tú cómo sabes cual es mi estilo? No me conoces ―aseguré resaltando lo obvio.
Estaba tan cerca que, si no estuviese así de bueno y yo no llevase tanto tiempo sin follar, le habría pegado una patada por invadir mi espacio vital.
Los únicos que se pueden acercarse tanto a mí sin correr ningún peligro son Sara y Stef.
―Guardas muchas cosas dentro de ti que estoy seguro de que le no dejas ver a nadie, pero esa es una parte de ti fácil de averiguar: destilas sinceridad por todos los poros.
Me tomé unos segundos para pensar en lo que estaba diciendo y en cómo lo estaba diciendo. Desconocía porque ese chico creía saber tanto sobre mí y más aun sabiendo que tan solo hacía unas horas que nos habíamos cruzado por primera vez, pero su actitud me decía que él verdaderamente creía que no se equivocaba.
―¿Y qué más es fácil de averiguar? ―susurré arrastrando las palabras.
El me miró más atentamente y fingió observarme mientras daba una vuelta a mi alrededor mirándome de arriba abajo.
―Eres práctica, por eso no llevas bolso y vas con deportivas; Vives en Barcelona y siempre estás preparada para andar mucho y moverte por el metro. Sabes que es muy fácil robar un bolso dando un tirón. ―Asiento porque tiene razón; he visto demasiados robos en el metro y en la calle. Y las deportivas, bueno… También lleva razón, ando muchísimo todos los días entre transbordos de metros o callejeando―. No eres fácil, pero tienes magnetismo y eres buena amiga ―dijo―; Hace unas pocas horas que te conozco y ya me has insultado unas diez veces, eres borde y contestona, y estoy seguro de que eres igual con todo el mundo, pero la chica guapa que te acompañaba esta tarde parecía quererte mucho. ―Sara, bueno. Consideré que no era ningún logro tener el amor de mi hermana, llevábamos juntas demasiados años.
Como no decía nada más, levante las cejas y la barbilla sonriendo con malicia.
―¿Ya está? ¿Eso es todo lo que tienes? Hasta la camarera vestida de los años setenta habría advertido eso en mí. ―Amplie un poco más la sonrisa y negué con condescendencia mientras me daba la vuelta.
―No he terminado. ―No le veía la cara, pero estaba segura de que si me giraba vería la versión extendida de la sonrisa de antes.
―Eres práctica, observadora y borde, así que como resultado deberíamos tener a alguien a quien es casi imposible robar ―explicó. Hizo una pausa en la que absorbió todo el oxígeno de mis pulmones―. Pero hoy te han robado el móvil.
Aunque veía por donde iba y cada vez estaba más nerviosa porque cada vez estaba más cerca, impregné de indiferencia mi contestación.
―¿Y? ―pregunté.
Él se acercó hasta que nuestros pechos se tocaron. Noté la vibración de su cuerpo al hablar.
―Y, que hoy te han robado el móvil en la estación más vigilada de Barcelona, lo cual me lleva a pensar que estabas tan nerviosa por nuestra cita que no has notado cuando alguien te ha cogido el móvil del culo.
No respiro durante unos dos segundos; él sí, lo noto a través de su pecho.
Doy un paso atrás y me paso una mano por el pelo peinándomelo hacia un lado.
―Podía estar distraída por cualquier cosa que no fueras tú ―dije intentando sonar segura―. Podía estar pensando en otra persona.
Sonrió, pero no como antes, sino con muchísima más picardía e inteligencia.
―Hemos quedado en que no eres una mentirosa, así que no mientas ―dijo, y absolutamente todas las palabras que salieron de su boca se volvieron caricias―. Estabas nerviosa por nuestra cita y ahora estás nerviosa por mí ―aseguró hablando despacio. Yo únicamente pude negar un par de veces mientras él daba un paso hacia mí―. Te mueres de ganas de besarme, y te mueres de ganas de que te empotre contra esa pared. ―Señaló con un gesto rápido la pared más cercana y volví a oler su aliento a mandarina.
Esa última frase incendió todo el maldito callejón.
Mi respiración se aceleró desobedeciendo las órdenes de mi cerebro cuando Raúl me obligó a dar tres pasos más hacia atrás; hasta la pared que él mismo acababa de señalar.
Se pego a mí tanto como pudo sin llegar a tocarme y pegó sus labios a mi cuello. Me rozaba pero no llegaba a tocarme, y yo cada vez estaba más cerca del infarto.
―Raúl... ―Un gimoteo vergonzoso se escapó de mis labios y noté claramente como sus labios se curvaban sobre mi piel.
―Creo que ya lo he decidido ―susurró calentándome la piel del cuello con su aliento.
―¿Cómo?
«Joder, Naiara. ¿De verdad no se te ocurre nada más?», pensé.
Raúl me acarició muy suavemente el cuello con la nariz hasta que llegó a mi oreja; al instante se me contrajo una zona que hacía un año y medio que no tenía vida en común con otra gente y mis manos se agarraron a los ladrillos que tenía pegados a la espalda.
―Tienes una rareza de las buenas, Nai. Una rareza en la que toda la apariencia es coraza y lo verdaderamente interesante está dentro ―aseguró erizándome la piel con cada palabra―. Tienes una coraza de esas que me dan ganas de penetrar.
Mis ojos se cerraron y mis manos se aferraban al ladrillo esperando sus labios con desesperación, pero no llegaron.
No sé exactamente cuánto tardé en abrir los ojos, pero, cuando lo hice, el cabrón que me acababa de llevar al límite de la cordura había desaparecido.
―¿En serio?, ¿y me dejas tirada en este callejón? ―grité en medio de la oscuridad.
Una pareja que pasaba cerca me miró con miedo. La mujer le susurró algo al hombre y se apretó el bolso contra el pecho acelerando el paso.
―No estoy loca. Me acaba de dejar tirada un fantasma ―grité―. Y nunca mejor dicho ―susurré por último.
Estaba más que acostumbrada a estar sola, por eso no me dio miedo cruzar Barcelona a la una de la madrugada de un sábado. Eso sí, incumplí una de mis reglas de oro al comprarle un brik de sangría a un vendedor ambulante; todos saben que a esas horas los precios se hinchan más que la Hermana María del Pilar cuando come fabada.
Me senté en la playa de la Barceloneta, que pese a su nombre es de todo menos limpia, y mientras me deshacía de los zapatos llamé a Sara. No me lo cogió, claro. Estaría durmiendo o «haciendo el amor» con Juan, su alma gemela con la que llevaba ya un año.
―Stef, ¿qué haces? ―Sabía que él me contestaría al segundo timbrazo.
―Estamos a punto de entrar en Arena. ―La música de fondo me confirmó lo que decía.
―Voy para allí ¬—afirmé mirando la infinita y tranquila extensión de agua que tenía en frente.
Me metí el móvil en el bolsillo trasero y me llevé las manos a la cara al caer en la cuenta de que no tenía la cartera.
Dudaba que me pidieran el documento de identidad para entrar, hace años que no tengo pinta de quinceañera, pero no sabía cómo demonios iba a llegar hasta allí sin un duro en la cartera.
Bueno, sin la cartera en general.
Cogí el móvil dando un tirón y volví a marcar el número de Stef.
―Necesito un favor ―dije en cuanto escuché cómo descolgaba.
Sabía que me había escuchado porque yo oí la música que él tenía de fondo, pero tardó unos segundos en contestar.
―Me dejarás dormir en tu casa una semana entera desde hoy.
Resoplé antes de contestar.
―Tú sí que eres un amigo de verdad.
Se rió al otro lado de la línea y consiguió arrancarme una sonrisa.
―Sabes que te gusta tenerme decorando tu comedor-cocina-habitación.
―Y tú sabes que no vamos a poder dormir los dos en la misma cama eternamente. Roncas.
―Las divas no roncamos, las divas respiramos fuerte. ―Puedo ver desde aquí como alza la cabeza de forma digna.
―Claro que sí, guapi ―contesto dibujando un sol en la arena.
―Bueno, dime cuál es ese favor.
―Necesito que vengas a por mí a la Barceloneta.
―¿¡Que?! ¡Tía! Que acabo de entrar ―lloriqueó―. No me fastidies, que tengo el gin-tonic entero. Sabes llegar hasta aquí con los ojos cerrados y si vas con la misma expresión de mala leche que llevas siempre en la cara, no se te acercará nadie.
Gruñí.
―Ya lo sé, el problema es que he perdido la cartera ―murmuré agarrando un puñado de arena.
―¿Y Raúl?
Lancé la arena lo más lejos que pude.
―No vuelvas a mencionar ese nombre jamás ―ordené intentando no comerme la arena que el viento trajo de vuelta hasta mí.
―Pues va a ser un problema, mi hermano se llama Raúl.
Me reí de nuevo.
―No seas imbécil. Te espero en la salida del metro.
―¡No! Espérame abajo en los tornos, que voy con tacones y cuanto menos ande, más bailaré.
―Hecho. Mándame la ubicación en movimiento.
―Ya la tienes. ―Así de rápido es Stef.

SEPARADOR

―¿Me vas a contar lo que ha pasado? ―Me preguntó mientras intentábamos mantenernos de pie dentro del metro.
―Calculo que me hacen falta unos cinco cubatas para que eso suceda.
Pensar en él me provocaba oleadas de odio y rabia, y odiaba que esa persona tuviera la más mínima influencia en mí.
¡Me había dejado tirada en medio de un callejón oscuro un sábado por la noche! Venga ya. ¿Qué clase de persona haría eso?
―Uh, ya veo ―comentó Stef mirándome a la cara, que debía de estar descompuesta por la ira―. Pues vamos a empaparte en alcohol, querida.
Bajamos del metro muy dignamente tras mi tropiezo con un escalón que no existía.
Stef se detuvo antes de subir las escaleras que daban a la calle.
―Esta camiseta es muy chula, pero le falta un arreglito para que sea digna de mi Arena.
Con esto, mi estilista anudó mi camiseta a la altura del sujetador dejando toda mi barriga al aire. Las pistolas cruzadas ahora estaban fusionadas por los extremos.
―Me encanta ese tattoo ―dijo mirando el dibujo que subía por encima de mi ombligo y se perdía entre mis pechos.
Me alborotó el pelo, más si cabe después de mi rato en la playa, y me delineó los ojos con el eyeliner del Mercadona.
―¿Mercadona, en serio? ―pregunté levantando una ceja.
―¿Qué? Es buenísimo. Vamos.
Decir que la sala estaba atiborrada de gente sería mayor eufemismo del año.
Como decía Dani Rovira acerca de las playas de Málaga: Si hubiese tirado un alfiler en esos momentos, se habrían pinchado ocho.
―Stef, ¿con quién has venido? ―grité por encima de la música y las hormonas.
―Con Cintia y Laura.
Fantástico, esas dos eran las únicas amigas de Stef que no me caían bien.
Eran guapas, novias y exactamente igual de malas. Yo tengo mucha mala leche y un carácter de mierda, pero si veo a alguien que se cae en la calle no me río y hago fotos, que es lo que hicieron estas dos la última vez que quedamos con ellas.
Sonreí fingidamente y Stef me guiñó un ojo.
―Voy a la barra ―chillé señalando a mi derecha―. Ahora vengo.
Stef asintió y continuó perreando con las cerdas de sus amigas.
Yo siempre he sido una revienta braguetas, pero nunca ha sido queriendo. Esas tías son unas calienta tíos de toda la vida. Les encanta que las miren y las adoren.
―Un vodka con Red Bull ―grité apartando a una tía que se intentaba colar.
La camarera asintió y me tendió un vaso con dos hielos. Cuando había llenado ya la mitad y se disponía a parar, la miré sonriendo y, murmurando un «por favor», sostuve su mano en alto para que siguiera cayendo alcohol.
―Hoy lo necesito ―Sandra me sonrió y siguió vertiendo albohol hasta que la detuve. Quería emborracharme, no pillar un coma etílico―. Eres un amor.
―Y tú otro. Veniros luego que os invito a chupitos ―dijo cerrando la botella.
Luego se giró para atender a una chica que, bajo mi opinión, no debería seguir bebiendo.
Me giré dispuesta a afrontar mi sábado noche ya que se presentaba bastante duro. Miré con acritud a ese pequeño grupo perreante, que ahora se hallaba rodeado por treinta tíos babosos que debían de haber sido atraídos por los movimientos de Cintia y Laura.
―Ni de coña me meto ahí ―susurré bebiendo de mi vaso.
Hice una mueca de asco al tragar, Sandra había sido muy generosa con el alcohol y yo demasiado exagerada.
―¿Me estás persiguiendo? ―Desconozco cómo lo hizo, pero consiguió que un grito sonara como un susurro junto a mi nuca.
No le tiré el cubata encima porque me había costado diez euros y aun se lo tenía que pagar a Sandra. Me giré sin ánimo de detener mis instintos homicidas ni de controlar el veneno de mi lengua, que ahora en lugar de perversiones solo  quería verle sufrir.

Llámame heredera - "Crónicas de Vampillá".Donde viven las historias. Descúbrelo ahora