Capítulo 1

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Acto I. Pétalos de cerezo en el viento

Había un rincón en la Hacienda Kamisato que era el favorito de Sumire, donde todo el año las flores retoñaban y se teñían de colores distintos según la estación. En ese espacio habían transcurrido incontables horas en compañía de la señora Furuta, quién le había instruido en el arte de la floricultura, y luego comenzó a pasar días sola, teniendo como único compañero al murmullo del viento y las charlas entre la matriarca de la familia y sus hijos de fondo.

Ese rincón era su lugar favorito, porque se ubicaba a una distancia prudente del lugar que Ayato, el hijo mayor del clan, usaba para entrenar con la espada. Tenía a sus dos cosas preferidas en toda la isla Narukami junto a ella: las flores y Ayato.

Aquel día no era la excepción, el joven de cabellos azulados se encontraba blandiendo su espada de entrenamiento junto a su hermana menor, Ayaka, quien parecía estar lo suficientemente concentrada en su pequeño enfrentamiento como para notar las miradas furtivas que Ayato y Sumire compartían ocasionalmente.

Ayaka estuvo a punto de empezar a tomar ventaja por sobre su hermano, hasta que la espada se resbaló de sus manos y fue a parar sobre una de las hortensias que Sumire estaba regando.

Las dos muchachas se miraron con asombro desde ambos extremos, la chica de cabellos azules hizo amago de moverse en dirección de las hortensias para recoger su espada pero Ayato la detuvo y fue él quien tomó la iniciativa de ir a por el objeto.

Sumire ocultó la mirada avergonzada y tomó el objeto de madera para entregárselo al muchacho, con las manos temblorosas, como si fuera la primera vez que sus dedos se rozaban tímidamente. Durante ese intercambio, Ayato deslizó sobre la palma de la chica un pedazo de papel, lo suficientemente minúsculo como para que alguna mirada curiosa pudiera verlo, y se alejó con una sonrisa digna de alguien que comete una travesura impregnada en los labios.

Más tarde, después del almuerzo, aprovechó que sus padres se hallaban lo suficientemente enfrascados con algún tema de conversación y se escabulló con una escoba en mano para fingir que limpiaría las hojas del jardín, y ya lejos de su campo de visión, sacó con ansias la nota que le había sido entregada.

«Encontrémonos detrás del altar de siempre, a la misma hora», estaba escrito con una caligrafía impecable que revelaría al instante al autor porque había pocas personas dentro del recinto que tuvieran una letra tan peculiar como la suya.

Sumire dobló el papel y lo guardó en un pliegue del obi de su yukata, rezando porque nadie hubiera estado atento a su comportamiento sospechoso. Su corazón no dejó de retumbar fuertemente en toda la tarde, y sentía como cada minuto que recorría era más largo que el otro en espera de la noche.

Cuando el sol se ocultó en el horizonte y la oscuridad tomó su lugar, Sumire ya estaba más que preparada para salir de su habitación procurando un caminar lo más silencioso posible para no despertar a sus padres de su letargo, o alertar a algún residente de la hacienda que se encontrara despierto a esa hora.

Le pedía a los Arcontes que ninguna de las viejas tablas del suelo rechinara o que alguno de los vigilantes de la entrada decidiera mirar hacia la dirección en la que salía, ya era toda una experta en escaparse a esas horas de la noche sin que alguno de los guardias echara de menos su presencia.

Logró llegar a pocos metros de la hacienda, un trayecto que se había memorizado tras los últimos meses, como una danza cuyos pasos conocía de principio a fin, fríamente planeada para que cada movimiento se conectara con el anterior.

Aunque, en las últimas semanas esta rutina había disminuido gracias a la enfermedad del actual jefe del clan Kamisato que mantenía a todos en alerta, aguardando por lo peor; en especial a Ayato, que se resignaba a aceptar lo que eventualmente sucedería.

Donde florecen los hibiscos | Kamisato AyatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora