Supersticiones

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Todo comenzó a las 7:50 de la noche. A esa hora y en mi habitación, sólo pensaba en que al día siguiente tenía algunas cosas que hacer en la universidad, tenía un evento importante y debía estar muy arreglada para ello. Ya había acomodado mi cabello en una especie de rollo sostenido por pinzas para que cuando me levantara se mantuviera lacio y bien peinado, por lo que procedí a pintarme las uñas. Realmente en mi mente estaba repasando todo aquello que debía exponer frente a un frío jurado de directores y profesores, sólo me estaba enfocando en eso, y eso era lo único que me importaba en ese momento; pero algo que era importante en una presentación era la buena y limpia imagen. Pinté las uñas de mis manos de un color rojo, tan brillante y profundo como la sangre, ése era el color que más me gustaba. Después de eso, aún repasando en mi cabeza el contenido, miré las uñas de mis pies, las cuales estaban un poco largas para mi gusto. Odiaba tenerlas largas, no me sentía con complejo de águila, así que tome el cortaúñas y con cuidado corté cada una de las uñas de mis pies.

Fue hasta después de que las corté todas que me di cuenta de la situación…

Todo el contenido de mi exposición salió de mi cabeza dejando sólo la carrasposa voz de mi abuela resonando en ella: «Hija, no te cortes nunca las uñas de noche».

Me quedé mirando el vacío por un momento, siempre había creído en mi abuela y en sus supersticiones, y siempre había tenido en cuenta cada una de ellas, salvo por esa noche que la olvidé. Recordé cómo inocentemente había preguntado por qué era malo eso, y que la respuesta no me había gustado para nada, me había causado miedo, y eso era lo que tenía en ese momento, miedo. Suspiré mirando la pared. ¿Y ahora? Mi abuela nunca me había dicho qué hacer si las cortaba, pero sí me había dicho esto:

«Después de las 8:33 p.m., no vayas a cortar tus uñas, ni las de las manos ni las de los pies, pues después de esa hora, ese instrumento de plata estará maldito. Maldito para todo aquel que lo presione sobre su carne y sus uñas; será más afilado y más brillante, y traerá consigo algo terrorífico, algo fuera de este mundo. Recuerda esto: “después de las 8:33, corta tus uñas y vas a temer. Alguien tocará tu puerta, un regalo dejará; no lo abras hasta que amanezca, no seas curiosa. No mires hacia atrás si sientes que algo se acerca, pues el dueño de la caja piensa sorprenderte. No cortes tus uñas de noche, no, si esperas a la muerte”».

Solté el cortaúñas rápidamente y miré las uñas reposar sobre el suelo. El corazón me latía con fuerza, mi abuela no mentía nunca. ¿Y si llegaban a tocar mi puerta? ¿Y si me encontraba con una caja? ¿Justamente en ese momento tenía que vivir sola? No dejé de mirar las uñas, tenía mucho miedo, el corazón no dejaba de latirme rápidamente y sentía que algo malo iba a suceder, pero, ¡espera! No cortes tus uñas después de las 8:33. Corrí a mirar el reloj de la sala y me detuve en seco frente a él observándolo. Marcaba las ocho en punto. Cerré los ojos y solté una bocanada de aire al mismo tiempo que mantenía mi mano derecha sobre mi pecho. Lo había hecho antes de las 8:33, estaba segura, no me pasaría nada.

Repentinamente me rugió la panza, era momento de hacer algo de cenar y luego irme a la cama para estar descansada al día siguiente. Caminé hacia la cocina y encendí la televisión para mirar las noticias, fui hasta el refrigerador y saqué dos huevos para freír. Aparentemente, había habido un incidente en Colorado, algo relacionado con un tiroteo; la noticia parecía indignante, pero más indignante fue lo que dijeron antes de ir a comerciales.

«Ya que son las 8:50 de la noche, vamos a una pausa comercial».

Después de las 8:33, corta tus uñas y vas a temer…

Me quedé paralizada, el corazón volvía a latirme con fuerza y volvía a tener miedo; pero esa vez el miedo fue aún más fuerte, de aquel miedo que te ataca con tal intensidad que te impide mover tus músculos e inmediatamente cierra tus cuerdas vocales, dejándote mudo y paralizado. Habían pasado sólo unos minutos desde que miré el reloj de la sala, ¿tenía mal la hora? Suspiré y temblando un poco caminé hacia mi habitación. Lentamente llegué, con el corazón acelerado y las manos sudando. Eran las 8:50 aún. No podía ser, miré el aparato sorprendida y con algo de desesperación busqué en mi gaveta varios de los relojes que tenía. Tomé uno y lo miré, las 8:50; tomé otro y lo miré, las 8:50; tomé otro, ¡las 8:50! Sin evitar la desesperación arrojé el reloj hacia la pared haciéndolo pedazos y tomé rápidamente mi celular para llamar a mi madre. Pero después de marcar el número, algo resonó en mi cabeza: alguien tocaba el timbre. Me paralicé por completo y el teléfono se resbaló de mis manos cayendo al suelo.

Alguien tocará tu puerta…

Algo me decía que no abriera la puerta, o que la abriera, tomara mis cosas y saliera de ahí lo más rápido que pudiera, pero algo también me decía que ya era muy tarde. Lentamente cerré los ojos, apenas podía respirar, sentía el corazón latiéndome en todo el cuerpo y las manos me sudaban. Pero nunca había sido cobarde, y no podía serlo ahora; quizá era el momento de que mi abuela se equivocara y quizá estaba exagerando. Me levanté despacio y caminé, tratando de calmarme con cada paso que daba hacia la puerta. El timbre sonó tres veces y después cesó. Lentamente coloqué mi mano sobre la perilla, pensando que nada iba a pasar, que seguro era una de mis amigas o mis vecinas fastidiosas, y que nada de lo malo que había pensado me sucedería. Suspiré, cerré los ojos y abrí la puerta.

Un regalo dejará…

Había una caja. El corazón en ese momento me latió tan fuerte que lo escuchaba resonar en mi cabeza, inmediatamente comencé a llorar con desesperación, las manos me sudaron más y más, el miedo me invadía tanto que sólo quería llorar, llorar y esconderme, taparme los ojos y pensar que nada de eso estaba sucediendo, despertarme de esa pesadilla. La caja era negra, un negro perturbador e inquietante; quería patearla, pero temía empeorar las cosas. ¿Qué debía hacer? ¿Qué era esa caja? ¿Qué había dentro de ella? Eso era lo peor, lo que podría haber en su interior. Quería saberlo, ¿y si era una broma? Tenía amigas muy bromistas, pero el susto que tenía no me hacía creer que era una broma. Me incliné y tomé la caja. Estaba algo pesada, lo cual aumentaba mi curiosidad.

No la abras antes que amanezca, no seas curiosa…

No podía abrirla, quería, pero no podía. Dejé la caja sobre la mesa y fui hasta la cocina por un calmante, tomé agua y me lo tragué. Pensé por un momento que debía esperar a que amaneciera, quizá así no me pasaría nada. Sí, eso era, debía esperar. El hambre se me había quitado, sentía la casa más sola que nunca, sentía frío, sentía que cada pasillo era más oscuro de lo normal. Entré al baño y me miré al espejo; tenía el rostro rojo, los ojos llorosos, los labios pálidos, y aunque no podía verlo mi corazón seguía acelerado. Después de que me cepillé, salí y comencé a cerrar las cortinas, entonces el corazón me empezó a latir fuertemente de nuevo. Sentí como si alguien estuviera detrás de mí, parado, respirando; sentía su respiración tal y como si fuera una persona, cercana, fría. Respiraba como los sádicos que aparecían en películas. Nunca había estado tan asustada en mi vida, las lágrimas se me salían y todo el cuerpo me temblaba.

No mires hacia atrás si sientes que algo se acerca, pues el dueño de la caja piensa sorprenderte…

El dueño de la caja, ¿quién era? Sentía que alguien estaba detrás de mí, ¿qué podía hacer? El corazón me seguía latiendo con fuerza, el susto iba más allá de lo que podía imaginar. De repente lo pensé. Yo no podía morir, no esa noche, y menos así. Si no podía mirar lo que estaba atrás, tenía que escapar. Con todo el valor que pude reunir cerré mis ojos con fuerza y corrí hacia la derecha. Abrí los ojos y seguí corriendo rumbo a las escaleras, sentía cómo esa cosa me seguía, aún sentía el frío, aún las piernas me temblaban, aún sentía el miedo, y aunque corría aún lloraba con algo de desesperación. Por más que corría, eso que me seguía no se detenía; llegué hasta las escaleras aún sin voltear y fue cuando mis piernas me fallaron, y entonces caí. Rodé por las escaleras, sentí el miedo junto con el dolor. Las pinzas que sostenían mi cabello se estaban incrustando poco a poco en mi cabeza, haciéndome sentir un dolor inmenso que superaba incluso el miedo. Al final de las escaleras no dejé que el dolor me paralizara, me levanté como pude y corrí hacia la salida. Estaba desesperada, y cuando vi la puerta más cercana a mí tropecé, cayendo al suelo. Giré mi cabeza y observé: había tropezado con la caja y ésta se había volteado, abriéndose. ¿Qué había dentro de ella? Habían dedos, dedos de pies mutilados y ensangrentados, también había uñas. Pegué un grito de terror, alejándome con desesperación de ahí; sentí mi frente húmeda, estaba sangrando gracias a las pinzas que me habían lastimado. Pero más fuerte que ese dolor, fue el que sentí al observar que me faltaban todos los dedos de mis pies. Abrí los ojos de par en par y lo último que vi fue un rostro tan blanco como el papel, y unos ojos más rojos que mi pintura de uñas. Luego de eso, me desmayé.

No cortes tus uñas de noche, no, si esperas a la muerte.

Mi abuela una vez me dijo: «No cortes tus uñas de noche», y en mis años de vida siempre tuve presente eso, hasta que un día lo olvidé. La abuela nunca se equivoca. Ahora les digo a ustedes, no corten sus uñas de noche, siempre habrá un amanecer.

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