Narra Camilo
Apenas pude escuchar aquel estruendoso golpe, me levanté de la cama. Hoy, a diferencia de noches pasadas, por alguna razón no pude dormir más de un par de horas, por lo que me costó mucho animarme a mí mismo a levantarme de la cama para investigar de dónde provenía aquel misterioso ruido.
Cansado, tallé bruscamente mis manos contra mi rostro y, aún en pijama, me dirigí a la entrada de mi cuarto sin poder mantener mis ojos completamente abiertos. Una vez me concentré lo suficiente para abrir la puerta, me encontré con uno de los viejos barriles en los que la abuela guardaba la cerveza, ahí, justo enfrente mío. Aún confundido, dirigí mi mirada hacia el techo buscando algún hoyo que le haya permitido caer.
–Lo siento, Camilo– se excusó Luisa apareciendo de la nada para tomar el barril como si de una pluma se tratase –no fue mi intención, se me cayó.
–¡Luisa, ¿podrías bajar el piano también?!– llamó la abuela desde el primer piso.
–¡Ya voy!
Y así como apareció, se esfumó dejándome solo con mis pensamientos.
No pasaron diez segundos antes de que pudiera recordar qué día era hoy, ahí fue cuando cobró sentido todo, y, desgraciadamente, me di cuenta de que mi familia no me dejaría dormir un rato más.
–¡Camilo, baja!– llamó mi papá desde la parte baja de las escaleras.
Suspiré desanimado y seguí su voz hasta encontrármelo en el primer piso. Cuando este me vio, desapareció su sonrisa.
–Hijo, ¿estás bien?– me preguntó poniendo una mano sobre mi hombro.
–Sí, solo dormí mal– respondí sin darle importancia y seguí caminando, ahora en dirección a la cocina.
Mi estómago rugía, ahora más que antojo, se trataba de hambre. Mi cabeza casi ardía y solo podía pensar en las arepas de mi tía Julieta.
Apenas llegué a la cocina, me encontré con mi hermano comiendo un plato de aquellas arepas que tanto ansiaba, pude sentir como mi boca se tornaba en agua, y al darme cuenta de que la comida no se encontraba allí, me limité a saludarlo y continuar con mi camino, ahora en dirección a la mesa que solía estar en el patio.
Para mi sorpresa, tampoco se encontraba la comida ahí. Sentí el rugido de mi estómago y saboreé mi saliva por unos segundos. Pronto logré divisar a mi tía y me dirigí aún confundido en su dirección.
–Hola, Camilo– me saludó dulcemente al llegar a ella.
–Hola, tía, ¿dónde está la comida?– pregunté extrañado.
–Pues serví un plato para cada quien y...– comenzó a explicar, frunciendo el ceño al ver la mesa vacía –todos comimos, vi que todos terminaron su plato pero dejamos el tuyo en la mesa para cuando despertaras.
Incliné la cabeza inconscientemente, tratando de hacer funcionar mi cerebro a pesar del poco descanso que le había dado.
Pronto entendí todo.
–¿Viste a todos acabar su plato?– pregunté nuevamente.
–Sí– respondió ella confundida.
Suspiré tratando de tragarme la ira.
–Okay,– dije intentando verme calmado –gracias, tía.
Sin pensarlo dos veces, me dirigí de vuelta a casita, ignorando a quienes se encontraban a mi alrededor.
–Camilo, ¿qué tienes?– me preguntó mamá colocándose frente a mí. La miré ahora más tranquilo.
–Debo resolver unos asuntos con Antonio, mamá– respondí y continué con mi ruta, ahora a la cocina.
Pude escuchar las pisadas de mamá seguirme hasta llegar a aquella habitación. Apenas entré a esta, pude ver a mi hermano relamiéndose los dedos con una sonrisa en el rostro, eso sí me hizo enojar.
–¡ANTONIO!– lo llamé.
Claramente no lo iba a golpear o algo parecido, pero el cansancio, hambre y enojo se combinaron en una fusión que me exigía asustarlo para que no lo volviera a hacer.
Mi hermano me miró con preocupación, como si de un venado indefenso e inocente se tratase.
–¡CAMILO! ¡No le grites a tu hermano!– exclamó mamá detrás mío llamando mi atención y ocasionando que me gire para verla. Oportunidad que tomó Antonio para salir corriendo –¡Lo asustaste!– agregó con enojo y se marchó fuera de casita en busca suya.
Frustrado, me llevé las manos al rostro y gruñí estresado. Tengo sueño, muero de hambre, y ahora mamá estaba enojada conmigo por algo que ni siquiera fue mi culpa.
Pasó poco tiempo para que mi tía me encontrara.
–Camilo, ¿qué tienes?– me preguntó preocupada al ver mi situación.
–Tengo tanta hambre,– respondí desanimado –y Antonio se comió mi comida.
Bajé la mirada, pero aún así pude sentir su sonrisa de pesar.
–Te haré unas arepas, ¿okay?– contestó ella pasando su mano por mi mejilla, devolviéndome la esperanza de vivir.
–¿De verdad?– pregunté ilusionado, sentía que mi corazón se aceleraba.
Ella asintió y me abalancé sobre ella para abrazarla.
–Gracias, tía Julieta.
Y así como dijo, se lavó las manos y sacó todos los ingredientes para su tan famoso platillo, colocándolos todos juntos, y justo antes de encender la estufa, se enderezó llamando mi atención en el proceso.
–Dame un momento, iré al baño rápido– se justificó y asentí tratando de ocultar mi desesperación.
Pasaron alrededor de cinco minutos y finalmente volvió. Al llegar nuevamente a la cocina, tomó un trapo y secó sus manos para luego aproximarse nuevamente a la estufa.
Justo antes de que la encendiera, pude escuchar las voces de mi familia fuera de casita, hablaban bastante alto, pero aún así no lograba comprender bien lo que decían.
Para cuando dirigí mi concentración nuevamente en mi tía, esta ya se encontraba abriendo la bolsa de harina, pero fue interrumpida por el sonido de los llamados de la abuela.
–¿Ahora qué?– susurré para mí mismo.
–¡Julieta, Camilo, las Cárdenas llegaron!– exclamó la abuela con emoción.
Mi tía me miró con lástima.
–Vamos a saludarlas y convivir con ellas un rato, luego te haré tus arepas, ¿sí?– dijo para luego seguir a la abuela hasta el patio.
Casi queriendo llorar del estrés, el enojo se apoderó de mí, pero lo intenté disimular.
–¡Camilo, ven!– me llamó mamá disimulando de igual forma su furia.
–Ya voy– respondí de mala gana, y me dirigí a la entrada de casita para encontrarme con aquella escena.
Toda mi familia estaba turnándose para abrazar a una señora y una niña que se veían más o menos de la edad de mi madre y la mía respectivamente. Tragándome mi orgullo, me aproximé a ellas copiando el gesto de mis familiares con aquella señora.
–Camilo, cuánto tiempo– comentó ella con alegría al abrazarme.
–Hola, señora Cárdenas– respondí imitando su gesto.
–¡Oh, Mariana!– exclamó la abuela captando la atención de la señora, quien se dirigió al instante con ella.
Una vez esta se fue, desveló unos metros a sus espaldas a Antonio. No pasó mucho tiempo para que mi enojo volviera.
–Hola, ¿Camilo cierto?– dijo una voz desconocida a mi lado.
–Sí, hola– gruñí sin despegar la mirada de mi hermano.