Por Nur
Un hombre que me dobla la edad me hizo creer que mi familia corría peligro. Que quien estuviera cerca de mí sufriría. Sería tan infeliz que terminaría suicidándome. ¿La única solución? Tener sexo con él.
A los 13 me engañó para subirme a su carro y demostrarle que estaba lista. Ahora lo recuerdo con asco, pero era algo que me emocionaba; quería saber qué era lo que tenía el sexo de maravilloso y prohibido. A los 14 se repetía una vez por semana, en un motel de Melchor Muzquiz. Tenía miedo de quedar embarazada y me daba pastillas del día siguiente. A los 15 lo hacía más por miedo que porque yo quisiera; decía que, si no lo hacía, le mandaría a mi familia las fotos que me había tomado. A los 16 me cansé de su juego y le dije que no quería saber más, no me importaba cuánto daño me hiciera, yo no iba a seguir. Las amenazas continuaron hasta los 18: que si las fotos le iban a llegar a mi papá, que si iban a violar a mi amiga, que si mi novio iba a desaparecer... Amenazas huecas.
Salí de la prepa, me mudé y él desapareció. No volvió a contactarme. Fue como despertar de una pesadilla; no podía explicar lo que había pasado, por qué me sentía de esa manera, de dónde venía mi miedo... Pensé en hablar con las demás, porque claro, éramos muchas en la misma situación, pero no quería exponerme, ni mucho menos a ellas. "Hola, también abusaron de mí. Hablemos de nuestro problema. Te diré que no fue tu culpa. Digamos en voz alta cuánto lo odiamos, a ver si eso hace algo". Es más fácil decirlo, que hacerlo.
"Estoy aquí porque quería escapar", dije en una de mis primeras clases. Escapar de la ciudad en la que me seguía, en la que sabía dónde estaba a cualquier hora. Donde tenía control sobre mí. Escapé, pero aún no lo saco mi cabeza. De vez en cuando me acuerdo de algo en particular: le miento a mis papás sobre una fiesta, yo estaba en el motel; uno de mis compañeros me grita puta desde el otro lado del salón, no puedo responderle; cinco horas en un cuarto para que borre todo lo que guarda de mí, la primera vez que le digo a la cara que esto es abuso. Me cuesta respirar, mi pecho se siente igual que en cada uno de esos momentos. Lloro, me paso la noche en vela. A la mañana siguiente disimulo los ojos hinchados y a darle.
A veces una parte de mí se pregunta cómo es que pasó todo esto. Una de las tantas que hay, quizá la más cuerda, responde que fue por miedo. Miedo a decirle a mi familia y separarla. Aún hoy tengo miedo de cómo reaccionen, porque a final de cuentas soy la niña a la que no supieron cuidar. Estaban ocupados con el trabajo, el negocio, la idea de darnos un mejor futuro. ¿Cómo se iban a dar cuenta que su hija estaba siendo abusada? Puedo verlos; culpando al otro por cosas que no entienden, reclamando la ausencia, la falta de comunicación... Haciendo el problema suyo. Pero, sobre todo, preguntando: ¿por qué ahora? ¿por qué no hablar antes?
¿Cómo querían que se los dijera si llevo diez años mintiendo?, es la única respuesta que se me ocurre. Desde el primer día mentí. Mentí tanto que ya no recuerdo qué era mentira y qué no. Cómo no iba a hacerlo, si el día que les dije la verdad sobre una bolsa que había perdido me golpearon tan fuerte que apenas me acuerdo. Los primeros años me aislé; en la escuela decían tantas cosas que prefería no saber de nadie. No quería hacer amigos, ¿para qué? Si al final también iban a señalarme. Llegué tan lejos que no sé cómo era la relación con mi familia. Solo sabía que serían ellos los primeros en salir lastimados. Pero no pude estar sola tanto tiempo. Los pocos que dejé acercarse, hacían como que el problema no estaba ahí. Supongo que, si para mí era difícil aparentar una vida común, para ellos lo era mil veces más.
Lo peor es que dejé que el problema creciera; como una ola, lo vi elevarse frente a mi sin hacer nada. Tuve más de una oportunidad para lanzarme y salir del otro lado. En su lugar, me quedé en la orilla, viéndolo crecer y crecer y crecer...
"En diez años no te vas a arrepentir y denunciarme, ¿verdad?"
Yo no, pero alguien más sí.
Nueve años después se hizo una denuncia pública, a pesar de ya existir otras que se manejaron de manera privada. Se pegaron carteles, se buscaron testimonios, nos reunimos para comparar las historias y buscar una solución. Misma que hasta la fecha, sigue sin ser clara. A diferencia de las demás, yo no me he atrevido a decirle a mis papás. Hay quienes hablaron desde el inicio, otras que lo hicieron a partir de este acto, quién sabe cuántas más, como yo, prefieren dejarlo así. ¿Para qué decirles? Si así ya tenemos demasiados problemas.
No me sirve de nada revictimizarme si no tengo evidencia; si a los 18 decidí que haría borrón y cuenta nueva, eliminando todo mensaje que ahora podría meterlo a la cárcel. Cómo me arrepiento de haber sido tan noble, de cumplir la promesa de borrar todo si él se iba. Aún ahora sigo buscando una copia del chat que mandé por correo. Capturas de pantalla de aquel entonces, e-mails enviados hace diez años. Ahora solo tengo este testimonio, que bien podría haberme inventado. No importa cuántas veces cuente la historia, cuántos detalles pueda ofrecer, cuántas lagrimas derrame... no hay nada tangible que pueda respaldarme.
A pesar de todo, creo que por esa experiencia he llegado hasta aquí. En aquel momento la ola se elevó por encima de mí, pero al tocar tierra, el agua tan solo me tocó las rodillas. En su momento fue horrible, pensaba que me iba a ahogar, que el dolor nunca terminaría, que iba a arrastrar conmigo a muchas otras personas, y al final, gran parte de esta situación solo estaba en mi cabeza.
Lo que no te mata te hace más fuerte. Cómo me choca esa frase, pero hasta cierto punto me define. Aun cuando tantas pensé veces en suicidarme, seguí adelante porque sabía que eso dañaría más a los demás, que conocer lo que me había pasado. La vida sigue. Me cuesta decirlo, pero así es. Soy afortunada; mi familia nunca resultó herida, las personas a las que quiero están a salvo, y a pesar de que fueron los peores años de mi vida, siempre regresé a casa. No tuvieron que salir a buscarme, mi cara no apareció en mantas y carteles, no se ofreció una recompensa por información.
Regresé, ¿a qué costo?
Tengo colitis nerviosa desde los quince, quizá también ansiedad. Mi autoestima ha sido una montaña rusa; al menos ya no odio mi cuerpo. Me incomoda el sexo, pero es inherente en todas mis relaciones sentimentales. Me enoja escuchar comentarios de mi mamá cuando se habla de la Ley Olimpia; no entiende por qué no denuncian, yo no dejo de decirle que no es fácil. Cuando mi papá ve de manera disimulada videos subidos de tono, no puedo evitar buscar mi cuerpo entre tantos, aunque sé que él no me identificaría.
Siempre que puedo, me recuerdo que no fue mi culpa.
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Colohua y sus rupturistas. Antología. Volumen III: Textos críticos
No FicciónColohua y sus rupturistas rompen. Rompen con el silencio, el patriarcado, la masculinidad, los turibuses, la ortografía, la muerte y las lecturas obligatorias.