Por Alan García Ortega
No recuerdo cuándo fue la última vez que subí a un Turibus. Recuerdo, eso sí, cuánto lo odiaba. Cuando mi familia propuso tomar uno durante nuestra visita a la Ciudad de México, dije que no. Prefería quedarme encerrado en el Airbnb, aunque eso intensificara la soledad que sentía desde que llegamos. Al final acepté. Quería estar con mis primas y, sobre todo, en el fondo sabía que lo más sano era salir. No había otra opción: mis papás se iban a llevar los coches y ese día me daba miedo caminar solo. En realidad, nadie más que mi mamá y mi tía querían ir, pero ya tenían un itinerario. Cambiarlo habría sacado a relucir nuestra disfuncionalidad. Salimos más tarde de lo planeado, entre apurados y de mal humor.
Tomamos el del Auditorio Nacional para viajar al Zócalo. Desde antes de entrar al estacionamiento noté que casi nadie iba solo. Había unas cuantas parejas y muchos grupos, la mayoría familias. Es lógico: a casi nadie le gusta viajar por su cuenta y, aun si les gustara, la costumbre los llevaría a hacerlo acompañados. Pero hay otra razón: los turistas solitarios, hablando en términos generales, tienen más libertad. Ni siquiera son turistas en el sentido convencional, sino algo más cercano al flâneur: conocen un lugar perdiéndose en él y yendo más allá de lo superficial. Eso no es posible para quien viaja acompañado. Todos tendrían que estar de acuerdo con la forma en que se van a perder, y aun así correrían el riesgo de que algunos se perdieran más y reencontraran al grupo hasta mucho después. Resulta más fácil hacer una visita guiada, que otros nos organicen, y para ello estamos dispuestos a sacrificar la mirada profunda y autónoma. Tal es la función básica del Turibus. De ahí la bellísima reseña principal en TripAdvisor: "Una buena opción para conocer la generalidad".
En la fila todavía estaba de mal humor, así que mi primera preocupación fue conseguir mangos. No tardaron en aparecer. También sobraban churros y sombreros. Todo era homogéneo. La mayoría de quienes estábamos ahí cumplía cierto perfil: blancos clasemedieros cuyo sombrero favorito era el que mis primas describieron como "de whitexican". Mexicanos. Para mi sorpresa, no había muchos extranjeros, aunque tampoco eran raros. Tal vez tenga que ver con la parada. El Auditorio Nacional no es un centro turístico a menos que se esté llevando a cabo un evento importante; pero no era el caso ese día.
Tuve la impresión de que nadie estaba ahí por primera vez. De hecho, ya en el autobús me di cuenta de que varios pasajeros conocían la ciudad con cierto detalle. Entonces, ¿para quién era el Turibus? Sobre todo, ¿por qué lo usamos?
Me senté junto a mi mamá en la parte de arriba. Cuando estamos solos, suele ser incómodo para ambos. Ella quiere hablar mucho y yo respondo con monosílabos. Pero esta vez fue diferente, teníamos con qué distraernos. La Ciudad era más moderna de lo que recordaba. Hace un año que no la visitaba y casi cinco que me mudé a Puebla. Además, aunque pasé más de dieciocho años ahí, nunca me sentí chilango: el ruido, la cantidad de gente en las calles, el estilo de vida en general me hacía sentir incómodo. Siento que ahora podría adaptarme mejor, pero sigo siendo demasiado ermitaño para un lugar así. Desde nuestros asientos, sólo nos fijamos en lo que indicaba la voz del guía. Lo demás –el tráfico, los vagabundos, el esmog– se notaba, pero parecía lejano; extras desapercibidos en un escenario con rascacielos y monumentos.
La sensación de superficialidad se intensificó justamente por el guía. Señalaba las atracciones y daba algunos datos históricos relacionados a ellas. Sin embargo, eran eso, datos: fechas, nombres conocidos, anécdotas breves, no muy diferente a los libros de texto de la primaria. Al mencionar otros países, por ejemplo, terminaba promoviendo el estereotipo de los mexicanos amistosos, hospitalarios, inofensivos. El pabellón coreano en Chapultepec, casi oculto, era un "símbolo de la amistad entre estos dos países"; de regreso, pasamos un "Parque de la amistad México-Azerbaiyán" y una fuente en la Roma que "representa la hermandad de México y España", a pesar de que, en Insurgentes, se destaca el "tormento" que sufrió Moctezuma a manos de Hernán Cortés. Somos hermanos hasta de quienes somos enemigos.
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Colohua y sus rupturistas. Antología. Volumen III: Textos críticos
No FicciónColohua y sus rupturistas rompen. Rompen con el silencio, el patriarcado, la masculinidad, los turibuses, la ortografía, la muerte y las lecturas obligatorias.