capítulo 2

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Pasado un año, Elio regresó al pueblo.
Recuerdo que sucedió en invierno cuando la escarcha cubría la superficie del suelo y las cañerías que bajaban de los tanques de agua se congelaban hasta pasado el mediodía.
Todos en el pueblo se alegraron de su regreso, mis padres sabiendo que Francisco no regresaría también lo hicieron. 

Elio comenzó a frecuentar a mis padres asiduamente y solían pasar horas hablando de Francisco.
llegaba muy temprano por la mañana y solía quedarse hasta paso el mediodía, les narraba todas las peripecias que debieron sortear para llegar a las Islas, les habló de cómo mi hermano auxilió a un soldado herido en pleno combate, y también cuando solían pasar noches enteras apostados detrás de los parapetos o dentro de las improvisadas trincheras.
Algunas de las anécdotas las repetía una y otra vez, y de vez en cuando, casi sin notarlo, solía modificarlas siempre a favor de Francisco.
Una o dos veces por semana luego de la cena mi madre preparaba café caliente y se acomodaba en el sillón junto a mi padre para oír a Elio relatar lo acontecido en aquellas malditas islas.
Cada vez, surgía algo diferente dentro del relato, una palabra, una nota de color, un algo que embellecía más aún la anécdota y la volvía mucho más interesante. 

En cambio yo, optaba por no oír todas aquellas historias, era solo un pequeño niño aturdido a causa de los llantos y los penares de mis padres, era solo un niño soportando día y noche al fantasma de Francisco rondar por toda la casa, por el patio y por el andén de la estación, donde quisiera que me hallase allí también su fantasma, intentado no abandonar el mundo de los vivos, negándose a pasar el umbral hacia la luz.
La sombra de Francisco permaneció durante dos largos años entre nosotros, hasta que lentamente, casi sin darnos cuenta, se dejó ir. 

Por aquel entonces, luego de las horas de clases acostumbraba a dirigirme a la parroquia, con Félix pasábamos todas las tardes junto a Renato, así lo llamábamos en la intimidad, cuando solo éramos nosotros tres y nadie más a nuestro alrededor o cuando no estábamos en misa amenazados por las miradas de aquellas señoras feligresas.  

Aun no recuerdo el momento cuando nos convertimos en  monaguillos, lo que sí recuerdo que años más tarde recibíamos la cuarta de las órdenes menores que otorga la iglesia católica y tanto Félix como yo, nos volvimos acólitos oficiales.

Algunos hechos del pasado no logro recordarlos pero otros los tengo tan patente como imprimidos por debajo de mi piel como aquella tarde de domingo cuando Renato no tuvo mejor idea que ir a la laguna.

Era una tarde de verano, mucho después de la navidad, caminamos más de tres kilómetros entre los pastizales y los pequeños arbustos, tanto Renato como yo, no conocíamos el lugar lo suficiente, a nos ser por Félix aún podríamos estar perdidos en aquella meseta desértica y árida. 

Cuando encontramos la Laguna, a la cual los lugareños le decían "Laguna Montera" nos recostamos sobre su orilla, quedamos tendidos en silencio por más de un cuarto de hora, solo podía oírse el sonido natural del campo virgen, las aves chapuzarse sobre el agua y la armoniosa respiración de Renato cerca mío. 

Él se quitó los zapatos y remangó las botamangas del pantalón hasta la altura de sus rodillas, yo lo observé de reojo, no supe porque lo hacía, deseaba mirar sus desnudos pies y la blancura de sus piernas, jamás lo había visto así, conocía la piel de sus manos, de su cuello y de su rostro, pero hasta el momento nunca había podido ver sus pies y mucho menos aún sus pantorrillas.
En ese momento estaba deseosos de tocarlo, de pasar mis dedos entre los pelos de sus piernas, seguramente se sentirían suaves al tacto. Me encontraba muy cerca suyo, casi invadiendo su territorio, a mi no me molestaba en lo más mínimo y pienso que a él tampoco.
El sol caía de lleno sobre nosotros, Félix insistía con meternos al agua, Renato rompió el silencio. —háganlo ustedes pero no se alejen de la orilla.
lo miré directamente a los ojos, esperaba su aprobación, su permiso para dar un paso adelante. Nos quitamos las remeras y las zapatillas y remangamos nuestros pantalones hasta más arriba de las rodillas. 
Félix corrió por el agua y yo lo seguí por detrás. El agua se veía transparente y pura, podían verse las piedrecitas en el fondo a medida que íbamos avanzando. Nos zambullimos y nadamos hasta llegar a no hacer pie.
Renato continuaba tendido cerca de la orilla, esta vez se había colocado los anteojos de sol.
—ven a bañarte con nosotros—gritó Félix dirigiéndose a Renato mientras que me arrojaba agua sobre mi cabeza. 
—estoy bien acá —gritó desde la orilla. 
Permanecimos un buen rato dentro del agua, mentiría si digiera que no me hubiese gustado que él nos acompañase, verlo jugar como un niño, ser uno más entre nosotros, pero no fue así, él cuidaba su lugar, a veces creo que notaba el peso de mi mirada, que se daba cuenta cómo le prestaba atención a cada uno de sus movimientos, a cada uno de sus gestos y ademanes.

"El Paraíso de los Santos Varones "Donde viven las historias. Descúbrelo ahora