SUS PADRES
Su padre se llamaba Miguel Fernández Jaraquemada y su madre Lucía Solar Armstrong de Fernández. Tuvieron siete hijos: Lucía (1894-1968), Miguel (1895-1953), Luis (1898-1984), Juana, que murió a las pocas horas de nacer en 1899; Juanita, nuestra santa (1900-1920), Rebeca (1902-1942) e Ignacio (1910-1976).
Eran de familia rica. El abuelo materno Eulogio Solar poseía la gran hacienda de Chacabuco, que distaba unos 60 kilómetros de Santiago de Chile y que en parte le tocó en herencia a su madre. Eran muy cristianos y en su casa de Santiago tenían un capellán que era Monseñor Aníbal Carvajal. Iban con frecuencia a misa, no sólo los domingos, sino también en días ordinarios. Y rezaban el rosario en casa todos los días, guiados por el abuelo Eulogio, a quien nuestra Juanita lo consideraba un santo. Su padre estaba ausente con frecuencia por atender a los empleados de las haciendas y se fue enfriando un poco en la fe, pero en la casa de Santiago se vivía con mucho fervor.
El padre Artemino Colom era confesor de su madre y visitaba con frecuencia a la familia para animarla en la fe.
SUS PRIMEROS AÑOS
Juanita, nuestra santa, se llamaba Juana Enriqueta Josefina de los Sagrados Corazones. Nació en Santiago de Chile el 13 de julio de 1900 y fue bautizada el día 15 en la parroquia de Santa Ana por don Baldomero Grossi. Fueron sus padrinos sus tíos Salvador Ruiz Tagle y Rosa Fernández de Ruiz Tagle. A la edad de tres años, cuando la llevaban a misa y llegaba el momento de la comunión, se encendía en deseos de recibir a su Dios; y a los seis años, según sus recuerdos, nuestro Señor tomó posesión entera de su corazón, manifestándole que su camino había de ser el mismo que Él amó y recorrió: el amar y padecer, enseñándole a sufrir en silencio y desahogar sólo en Él su corazón...
Al llegar a los siete años sintió como que le cambiaba el carácter, que de suyo era suave y tímido, experimentando de vez en cuando fuertes ímpetus de ira, lo que venció con ayuda de nuestro Señor y de la santísima Virgen, que, como ella decía, la tomaron de su mano, sosteniéndola en estos trances. Consiguió pacificar de tal manera su corazón que ya nadie pudo impacientarla, a pesar de que sus hermanos y primos, de propósito, lo procuraban, permaneciendo ella impasible, como si no oyera lo que decían [1].
Con sus cuatro años ya era un alma hermosa, llena de Dios. Un padre joven asuncionista, llegado de Francia, declaró: La conocí en 1904 ó 1905, cuando Juana tenía cuatro años más o menos. Pronto me llamó la atención la precocidad de su espíritu, admirando yo cómo raciocinaba sobre las cosas y cómo manifestaba ya, en esa edad tan tierna, amor y culto hacia ellas. Confieso que entonces comprendí cómo pudiera la santísima Virgen, a los cuatro años tan sólo, consagrarse a Dios en el templo. Si, por ejemplo, yo lavaba los purificadores en el patio adyacente a la capilla, la niña no me dejaba, dirigiéndome encantadoras preguntas sobre el para qué de esos liencecitos, pronta a ofrecerme sus diminutos servicios, como traerme agua caliente, etc. También era admirable ya su deseo del cielo. Recuerdo que un día tomándome de la mano, la niñita me dijo: "Padrecito, vámonos al cielo". "Bien, hijita, vámonos al cielo". Y habiendo salido ambos de la casa, le pregunté: "Bueno, Juanita, ¿y por dónde vamos al cielo?". "Por allá", contestó señalando con su dedito la andina cordillera que se erguía con su mole gigantesca a nuestro lado por el este. "Está bien, hijita, repuse yo, pero fíjate, cuando hayamos trepado estos altos montes, todavía faltará mucho, muchísimo para alcanzar el cielo. No, hijita, éste no es el camino del cielo. Jesús en el sagrario, es el verdadero camino del cielo".