Sarah
Me había cansado de sentir que no era suficiente.
Me había cansado de que mi vida no fuese como yo quería.
Me había cansado de estar estancada en un sitio que no era mi lugar, y sabía que Washington no lo era.
Hacía mucho tiempo que me había dado cuenta de que la ciudad que me había visto crecer ya no tenía nada para mí. Ni yo tampoco lo tenía para ella. Estaba tan convencida de ello, que hacía unos meses había comenzado a mover los engranajes que me ayudarían a salir por fin de allí.
De hecho, en esos momentos, sostenía entre mis manos el papel que iba a sacarme de la ciudad. El papel que me iba a obligar a hacerlo de una vez por todas. Era el pequeño, o gigantesco empujón, que necesitaba para hacerlo. Todo se había puesto en marcha hacía meses. Cuando había solicitado plaza en la universidad de Yale. En la universidad que estaba en la otra punta del país, a dos mil ochocientas sesenta millas de casa, a cuarenta y cinco horas en coche, a nueve horas en avión. Era casi lo más lejos que podía irme sin salir de América.
Todo me había empujado a esa universidad. Que estuviera tan lejos de casa, que fuese una de las mejores universidades del país, que mi tío viviese allí y fuese entrenador de hockey en ella, que mi madre hubiese estudiado allí... Todo.
Levanté la vista de la carta de aceptación y la fijé en la única persona que podía retenerme en Washington: mi mejor amigo Dan.
Le miré con una disculpa dibujada en la cara. Le miré suplicándole sin palabras que no lo hiciera. Necesitaba que me apoyase, que me ayudase a salir de este sitio en el que era tan infeliz, de este sitio que no era el mío.
—¿Puedo hacer algo para que te quedes? —preguntó, pero no había fuerza en sus palabras porque sabía que yo lo necesitaba.
Lo sabía, aunque no le gustase.
—Dan, ya sabes que sí que puedes, pero no quiero que lo hagas. Necesito irme de aquí. Lo necesito —dije casi suplicándole, con la cara contorsionada por la pena y la vergüenza de estar fallándole, por elegirme a mí misma antes que a él. Por ser una mierda de mejor amiga—. No me lo pongas más difícil por favor —le pedí.
Dan cogió aire frente a mí haciendo un gesto exagerado con la boca y, después de poner los ojos en blanco como si estuviera siendo demasiado dramática, se sentó a mi lado en la cama.
Cuando me envolvió entre sus brazos tatuados y me apretó contra su cuerpo, supe que se había rendido y que no me lo pondría difícil. Me apoyaría en esta decisión igual que lo había hecho antes, igual que yo hubiera hecho por él. Igual que habíamos hecho siempre.
—Espero que esto no sea por el imbécil de Marco.
—Ya sabes que no.
Dan se rio y sentí su aliento traspasar mi pelo, y golpear contra mi cabeza.
—Le dejaste en ridículo delante de todos —comentó riéndose.
—Se lo merecía.
—Cierto. No solo se estaba acostando con otras, sino que encima te llamó frígida.
Me reí.
—Al igual que le confesé, la semana pasada en el club, que la razón por la que conseguía excitarme tenía más que ver con él que conmigo.
—Solo espero que nadie me diga eso nunca. —Ambos nos reímos un poco más relajados a pesar de que el momento era tenso.
Después de ese intercambio nos quedamos en silencio.
Por la habitación que me había visto crecer y que seguía pintada con el mismo tono rosa que cuando todavía jugaba con muñecas, sobrevolaba un aura de pérdida, de abandono, de miedo... De miedo a lo desconocido, de miedo a estar solo en el mundo. Pero, a la vez, esas mismas emociones estaban entretejidas con la esperanza de un nuevo comienzo, con la posibilidad de encontrar tu lugar en el mundo, con las ganas, con la fuerza.
En ese momento no hubiera sido capaz de quedarme con una sola emoción de todas las que estaban hirviendo en mi interior, ni con todas las que había visto reflejadas en la cara de Dan cuando le había dado la noticia. Sabía que se alegraba por mí, sabía que entendía que necesitaba irme, así como también sabía que estaba enfadado conmigo, decepcionado en cierta manera y que, por su cabeza, se había pasado la posibilidad de pedirme que me quedase.
Era curioso como una persona podía tener sentimientos tan opuestos entre sí a un mismo suceso y, a la vez, que todos ellos fuesen reales. Supongo que cada uno podía elegir con cuál de los sentimientos quedarse. Y, en buena medida, de eso dependía la calidad de las personas que éramos: de elegir el sentimiento correcto con el que quedarnos.
Ese día, Dan me demostró, una vez más, lo buen amigo que era, eligiendo estar a mi lado y apoyándome.
—Ahora en serio, Sarah, te has recuperado muy bien de la ruptura con Marco —me dijo separándose un poco de mí para que pudiéramos mirarnos. Supuse que para poder calibrar cuán sinceras eran mis palabras.
—Nunca nos habíamos querido lo suficiente el uno al otro —contesté encogiéndome de hombros como si nunca me hubiera importado.
Hubo un tiempo en el que lo había hecho. Me había enamorado de la idea de que una persona se preocupara por mí, de que fuera lo primero para él, pero había sido una mentira.
En el mismo momento en el que Marco consiguió que nos acostáramos, las cosas cambiaron de manera radical.
Pero yo tampoco había sido mejor que él.
Me había quedado con Marco porque quería que alguien me hiciera caso, y no se podía tener un motivo peor que ese para mantener una relación, o por lo menos yo no lo conocía.
Después de esa relación fallida, me había dado cuenta de que quería ser especial para una persona, pero especial de verdad, que me antepusiera a los demás, que se desviviese por mí. Me había dado cuenta de que yo quería sentir lo mismo por alguien.
Nunca lo había hecho, pero no perdía la esperanza.
Si alguna vez volvía a tener una pareja, sería porque existía un amor verdadero entre nosotros. Sería porque para él yo lo sería todo, y él también lo sería a su vez para mí. Quería alguien con el que poder compartir todo.
Me había prometido a mí misma que no me conformaría con menos.
—A ti es imposible no quererte.
—Dan... —le llamé y le sostuve la mirada para que no se perdiese lo que le iba a pedir—, ven conmigo.
—Sabes de sobra que lo voy a hacer —contestó como si fuera algo que estaba claro desde el principio y respiré aliviada—, pero primero tengo que acabar el curso aquí. No puedo marcharme sin más. El año que viene estaremos los dos juntos en New Haven. Promesa de mejor amigo —dijo tendiéndome el dedo meñique para que lo entrelazásemos y sellásemos el pacto de esa manera.
—Eres el mejor —indiqué abrazándole todo lo fuerte que era capaz.
—Ya era hora de que lo reconocieses. No me puedo creer que te tengas que ver en la otra punta del país para darte cuenta —comentó fingiendo indignación, lo que hizo que se ganase un golpe en el brazo.
Ya no quedaba mucho más por decir. Después de eso nos quedamos durante un tiempo tumbados juntos en la cama, cada uno con su móvil en la mano viendo lo que le apetecía.
Algunas veces nos enseñábamos alguna chorrada que nos había llamado la atención, pero el resto del tiempo cada uno estaba a su aire.
Estar con Dan era fácil. Me hacía sentirme en paz y querida. Le iba a echar muchísimo de menos; más de lo que me gustaba pensar. Pero no podía permitirme centrarme en eso. No si quería irme.
—¿Cómo crees que se lo tomará tu padre? —preguntó él rompiendo el silencio en el que nos habíamos sumido y sacándome de golpe de mis pensamientos.
Fruncí el ceño ante su pregunta. No me apetecía nada hablar de ese tema. Más bien, no me apetecía tener que pasar por esa conversación porque sabía que, en el mismo momento en el que se lo dijese, su reacción me iba a decepcionar.
También sabía que, a pesar de esperarlo, de igual manera me iba a molestar. Era mi padre, al fin y al cabo.
Tomé la decisión en una milésima de segundo. Iría a hacerlo ahora. Le había escuchado llegar hacía unas horas. Estaba en casa y yo tenía ya la carta de aceptación: era el escenario perfecto. Necesitaba quitarme esa conversación de encima cuanto antes.
—Voy a averiguarlo. Quédate aquí —le ordené señalando la cama porque sabía que, cuando terminase de hablar con mi padre, iba a necesitar a mi mejor amigo.
Tenía que quitarme de en medio esta charla cuanto antes y no quería estar sola después de hacerlo.
Ese era el mejor momento.
Odiaba dilatar las obligaciones, odiaba la sensación de tener que hacer algo y no hacerlo.
Salí de la habitación llena de convicción, bajé las escaleras casi corriendo y, para cuando llegué frente a la puerta cerrada de su despacho, mi determinación se había desinflado.
Me sentí de golpe de nuevo como una niña pequeña necesitada de atención y amor. Algo que mi padre nunca había sido dado a regalar y mucho menos en los últimos años. La relación que tenía con él murió el día que dejé de ser patinadora profesional.
Pasé a un segundo plano.
Su nueva mujer e hija, que sí que quería ser patinadora profesional, fueron lo que terminaron por rematarnos, por dar la estocada final, pero lo nuestro ya estaba terminado desde hacía mucho tiempo.
Desde el mismo día que enterramos a mi madre, desde el día que colgué los patines.
¿A quién quería engañar? La decisión de marcharme ya estaba tomada y daba igual lo que él dijese. Solo necesitaba coger impulso para hacer algo que me aterraba tanto. Para irme a la otra punta del país a vivir mi vida. Si quería encontrar mi lugar en el mundo, tenía que salir de mi zona de confort y saltar sin paracaídas.
Apreté con fuerza la carta en mis manos como si fuese un salvavidas, como si en su contacto fuese a encontrar la fuerza para sobrevivir a esa conversación. Levanté la mano y llamé a la puerta.
Después de unos segundos, se escuchó al otro lado la voz de mi padre dando paso a la habitación.
Cerré los ojos con fuerza, cogí aire y bajé la manilla de la puerta para entrar.
Él apartó la vista del ordenador donde segundos antes había estado escribiendo y la clavó en mí.
—Sarah —dijo, al ver que era yo la que había entrado a su despacho.
—Papá.
Me quedé mirándole sin añadir nada más y en su cara se empezó a dibujar la impaciencia. Le molestaba y ni siquiera se preocupaba en ocultarlo.
Su actitud me dolió mucho más de lo que me hubiera gustado. Cualquiera podría decir que después de años de desplantes ya debería de estar acostumbrada, pero no lo estaba. Una pequeña parte de mí aún conservaba la esperanza de que un día se diese cuenta de que se comportaba como una mierda de padre y cambiase de actitud.
—¿Querías algo, Sarah? —preguntó por fin cuando se cansó de tenerme delante de él sin hacer nada.
—Sí, quiero decirte que me acaba de llegar la carta de aceptación de la universidad.
Le tendí el papel para que lo viera mientras le miraba fijamente. No quería perderme ni un solo detalle de su reacción cuando viese cuál era. Cuando viese que estaba en la otra punta del país.
La reacción que tanto me había preocupado no se hizo esperar.
Mi padre levantó la vista con el ceño fruncido y clavó su mirada en mí.
—Así que vas a estudiar Medicina.
Esas fueron sus únicas palabras. Ni un «esta universidad está muy lejos, hija. No puedo permitir que te vayas a un lugar tan distante». Ni un «quédate, por favor».
A él solo le importaba lo que iba a estudiar.
—Sí —le contesté con seguridad, porque tenía claro que no iba a hacer con mi vida algo que no quería solo para agradarle. Era mi padre. Se suponía que debía quererme por lo que era, no por lo que él deseaba que fuera.
—Pagaré la carrera, pero no pienso darte ni un centavo para caprichos —sentenció con rotundidad, como si eso fuera lo realmente importante.
Debería haberle dicho muchas cosas en ese momento, pero no pude. Tenía un nudo enorme en la garganta que apenas me permitía tragar, como para poder hablar.
Me acerqué al escritorio, le arranqué la carta de las manos y salí del despacho con el corazón hecho añicos.
Cerré la puerta y me apoyé contra ella deshecha. Las lágrimas que había conseguido aguantar hasta ese momento comenzaron a derramarse por los laterales de mis ojos al principio, pero, a los pocos segundos, se desbordaron por completo cayendo en ríos calientes que atravesaron mis mejillas y se juntaron en mi barbilla para luego descender por mi pecho.
Con los ojos borrosos, salí corriendo de allí escaleras arriba.
En ese despacho se había quedado mi esperanza de que alguna vez pudiéramos volver a tener una relación de padre e hija.
Sabía que una vez que me marchase de esta casa, no volvería nunca.
Desde que mi madre había muerto ya no quedaba nada para mí en ella.
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Juntos somos magia (¡YA EN LIBRERÍAS!) *primeros capítulos*
Jugendliteratur*PRIMEROS CAPÍTULOS* Un libro de Arianne Martín. Cuando Sarah recorrió medio país para asistir a la universidad de Yale, alejándose de la desaprobación de su padre, no esperaba conocer a Matt Ashford. Él no entraba en sus planes. Ni tampoco que se e...