Prólogo

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Atlanta, Georgia. Hace 10 años.

Aún lo recuerdo como si fuera ayer. Era una niña, tenía tan sólo ocho años. Pero lo recuerdo perfectamente.

Era un día cualquiera de primavera y volvía a casa del colegio. Estaba feliz porque la señorita Jacobs me había puesto un positivo extra por la tarea que hice: fue el primer dictado de toda la clase sin faltas de ortografía. ¿Cómo no iba a sentirme orgullosa si fue de las mejores noticias que había recibido hasta ahora?

No podía esperar más para contárselo a mamá y a papá; estaba muy entusiasmada. Al bajar del autobús fui dando zancadas hasta mi casa. El césped estaba recién cortado y la suave brisa movía ese aroma a mi alrededor. Sonreí inmediatamente; adoraba ese olor. Aún así, no me paré a admirar ni siquiera las flores que mamá acababa de plantar. La emoción por contarles mi buena noticia movía mis pies pequeños con gran velocidad.

Cuando toqué el timbre de la puerta, me topé con la figura de mi "tío" Marc. Su rostro estaba entristecido y su pelo desordenado, algo que no era muy habitual en él. El mejor amigo de papá siempre tenía un look extremadamente limpio y cuidado, por lo que me sorprendió verlo de este modo más que su presencia a estas horas en mi casa.

—Pasa, Rebecca.

La sonrisa de mi cara se borró tras ver a mamá llorando desconsoladamente en el salón, rodeada de tres policías de gran tamaño. El aire en la casa apestaba a dolor, podía notarlo. Los ojos hinchados y rojos de mi madre eran pruebas más que suficientes para demostrarlo. Aun así, ¿por qué lloraba?

—¿Mamá?

Dejé a un lado mi mochila y me acerqué con pasos lentos hacia ella. Los policías se giraron al unísono para verme, pero yo sólo podía fijarme en la cara de mamá. Un destello se encendió en su mirada al verme y no tardó en agacharse a mi altura y envolverme en sus brazos. Estaba temblando. Apoyó su barbilla en mi hombro y me estrujó fuerte, como si tuviera miedo a soltarme.

—Mi niña... —Susurró entre sollozos.

Estaba demasiado confundida para atar cabos sueltos y entender qué estaba ocurriendo. Mamá se despegó de mí y limpió sus lágrimas con la manga de su camiseta para luego mirarme. Estaba destrozada y no comprendía por qué.

—Mamá, ¿por qué lloras?

—Becky, hay algo que tengo que contarte —su dedo se deslizó por mi mejilla, acariciándola como ya había hecho antes. La diferencia con las otras veces era que ahora estaba llorando.

Y yo nunca la había visto así.

—Yo también. La señorita Jacobs me ha puesto un positivo por el dictado que hice. Dijo que fue el único de la clase sin faltas de ortografía.

Sonreí, aunque me faltaran algunos dientes, y esperé que mamá hiciera lo mismo, pero no funcionó. Estalló en un mar de lágrimas y volvió a abrazarme con la misma fuerza de antes.

—Emily... —Se entrometió Marc, separándola de mí y dándole un abrazo.

—No puedo —murmuró mamá.

—¿Qué no puedes hacer, mamá?

Comencé a alterarme al ver que mi madre lloraba aún más fuerte y se repetía a sí misma esas dos palabras. Estaba asustada y muy confusa, nunca había vivido nada similar. Dos de los agentes de policía estaban ocupados con tareas simples, como escribir en un cuaderno minúsculo o hablar por teléfono, pero al parecer ningún adulto podría contarme qué estaba ocurriendo.

Fue entonces cuando la otra agente, que no estaba ni escribiendo ni hablando, me cogió de la mano y me llevó a la cocina.

—Ven, cielo. Hay algo que debes saber.

Volteé a ver a mamá. Tenía la mirada perdida en algún punto del suelo, pero fue consciente de que había desaparecido de su lado. Papá siempre dijo que no me marchara con desconocidos a ningún lado, incluso si me ofrecieran dulces. Pero estaba en mi casa con mamá y con el tío Marc a dos pasos de distancia, así que no vi ningún peligro.

La agente me sentó en una de las sillas altas que tenemos al lado de la encimera central; ella hizo lo mismo. La observé en silencio y me recordó a una muñeca Barbie con la que jugaba: tenía la piel del mismo color que la canela, los ojos verdes y una larga melena negra recogida en una coleta. Su cálida apariencia me transmitía confianza, pero todo eso no me fue suficiente.

Necesitaba respuestas.

Y las tuve.

Tras presentarse, la detective Rachel me contó de la manera más suave y cálida la peor noticia que había recibido en mi vida. En ese momento, todo mi entorno se ennegreció. El sol ya no entraba por la ventana de la cocina; los latidos de mi corazón ya no sonaban en mi pecho, sino en mis oídos; y en mi garganta se formó un nudo que no me dejaba respirar.

Una sensación un tanto extraña se originó en mi estómago, para luego bajar hasta mis pies y subir hasta mi cabeza al mismo tiempo.

—Lo siento mucho —susurró Rachel—. Pero sé que eres una niña muy fuerte y pasarás por esto.

Pero yo no era fuerte aunque eso estuviera mostrando en ese momento. No podía llorar. No podía gritar. No podía siquiera respirar, al sentir aquel bulto de la garganta quedarse atrapado en mi tráquea.

No entendía nada de lo que me había contado la agente, y mucho menos comprendía por qué no podía expresarme de la misma manera que mamá lo había hecho. ¿Por qué no podía gritar como quisiera hacerlo? ¿Por qué los frenos del coche de papá tuvieron que dejar de funcionar? ¿Por qué me quitarían los ángeles de Dios, como me había explicado Rachel, a una de mis personas favoritas?

Por eso aún lo recuerdo como si fuera ayer. Aunque fuera una niña de tan sólo ocho años, ese accidente cambió mi vida por completo y acabó dejando una marca imborrable en la historia de mi familia.

Ya nada volvería a ser lo mismo.

LA LOCURA QUE NOS UNE (¡Capítulos los viernes!)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora