juego pinnacle con un caballo

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-Lo típico -intervino el señor D, el director del campamento mestizo, el lugar donde había despertado -. Así es como los matan. Jovencita, ¿vas a apostar o no?
-¿Qué? -pregunto Maggie.
Explicó, con impaciencia, cómo se apostaba en el pinacle, y eso hizo.
-Me temo que hay demasiado que contar -repuso Quirón-. Diría que nuestra película de orientación habitual no será suficiente.
-¿Película de orientación? -pregunté.
-Olvídalo -dijo Quirón-. Bueno, Percy, Maggie, saben que su amigo Grover es un sátiro y también saben - señaló una caja de zapatos que mi hermana tenía en el regazo- Maggie ha matado al Minotauro. Y ésa no es una gesta menor, muchachos. Lo que puede que no sepan es que grandes poderes actúan en sus vida. Los dioses, las fuerzas que llaman dioses griegos, están vivitos y coleando.
Miré a los demás. Esperaba que alguien exclamara:
«¡Se equivoca, eso es imposible!»
Pero la única exclamación provino del señor D:
-¡Ah, matrimonio real! ¡Mano! ¡Mano! -Y rió mientras se apuntaba los puntos.
-Señor D -preguntó Grover tímidamente-, si no se la va a comer, ¿puedo quedarme su lata de Coca-Cola light?
-¿Eh? Ah, vale.
Grover dio un buen mordisco a la lata vacía de aluminio y la masticó lastimeramente.
-Espere -le dije a Quirón-. ¿Me está diciendo que existe un ser llamado Dios?
-Bueno, veamos -repuso Quirón-. Dios, con D mayúscula, Dios... En fin, eso es otra cuestión. No vamos a entrar en lo metafísico.
-¿Lo metafísico? Pero si acaba de decir que...
-He dicho dioses, en plural. Me refería a seres extraordinarios que controlan las fuerzas de la naturaleza y los comportamientos humanos: los dioses inmortales del Olimpo. Es una cuestión menor.
-¿Menor?
-Sí, bastante. Los dioses de los que hablábamos en la clase de latín.
-Zeus -dije-, Hera, Apolo... ¿Se refiere a ésos?
Y allí estaba otra vez: un trueno lejano en un día sin nubes.
-Jovencito -intervino el señor D-, yo de ti me plantearía en serio dejar de decir esos nombres tan a la ligera.
-Pero son historias -dijo Maggie, que había estado en una especie de trance -. Mitos... para explicar los rayos, las estaciones y esas cosas. Son lo que la gente pensaba antes de que llegara la ciencia.
-¡La ciencia! -se burló el señor D-. Y dime, Maggie Jackson -me estremecí al oír su tono-, ¿qué pensará la gente de tu «ciencia» dentro de dos mil años? Pues la llamarán paparruchas primitivas. Así la llamarán. Oh, adoro a los mortales: no tienen ningún sentido de la perspectiva. Creen que han llegado taaaaaan lejos. ¿Es cierto o no, Quirón? Mira a estos chicos y dímelo.
El señor D no me caía del todo mal, pero hubo algo en la manera en que me llamó mortal, como si... él no lo fuera. Fue suficiente para hacerme cerrar la boca, para saber por qué Grover se concentraba con tanto ahínco en sus cartas, masticando su lata de refrescos y no diciendo ni pío.
-mira -dijo Quirón-, puedes creértelo o no, pero lo cierto es que inmortal significa precisamente eso, inmortal. ¿Puedes imaginar lo que significa no morir nunca? ¿No desvanecerte jamás? ¿Existir, como eres, para toda la eternidad?
Iba a responder que sonaba muy bien, pero el tono de Quirón me hizo vacilar. -¿Quiere decir independientemente de que la gente crea en uno? -inquirí.
-Así es -asintió Quirón-. Si fueras un dios, ¿qué te parecería que te llamaran mito, una vieja historia para explicar el rayo? ¿Y si yo te dijera, Perseus Jackson, que algún día te considerarán un mito sólo creado para explicar cómo los niños superan la muerte de sus madres?
Me dio un vuelco el corazón. Por algún motivo, intentaba que me enfadara, pero no iba a darle la satisfacción.
-No me gustaría. Pero yo no creo en los dioses -respondí.
-Pues más te vale que empiecen a creer -murmuró el señor D-. Antes de que alguno los calcine.
-P... por favor, señor -intervino Grover-. Acaban de perder a su madre. Aún siguen conmocionados.
-Menuda suerte la mía -gruñó el señor D mientras jugaba una carta-. Ya es bastante malo estar confinado en este triste empleo, ¡para encima tener que trabajar con chicos que ni siquiera creen!
Hizo un ademán con la mano y apareció una copa en la mesa, como si la luz del sol hubiera convertido un poco de aire en cristal. La copa se llenó sola de vino tinto.
Me quedé boquiabierto, pero Quirón apenas levantó la vista.
-Señor D, sus restricciones -le recordó.
El señor D miró el vino y fingió sorpresa.
-Madre mía.
-Elevó los ojos al cielo y gritó-: ¡Es la costumbre! ¡Perdón!
Volvió a mover la mano, y la copa de vino se convirtió en una lata fresca de Coca-Cola light.
Suspiró resignado, abrió la lata y volvió a centrarse en sus cartas.
Quirón me guiñó un ojo.
-El señor D ofendió a su padre hace algún tiempo, se encaprichó con una ninfa del bosque que había sido declarada de acceso prohibido.
-Una ninfa del bosque -repetio Maggie, también mirando la lata como si procediera del espacio.
-Sí -reconoció el señor D-. A Padre le encanta castigarme. La primera vez, prohibición. ¡Horrible!
¡Pasé diez años absolutamente espantosos! La segunda vez... bueno, la chica era una preciosidad, y no pude resistirme. La segunda vez me envió aquí. A la colina Mestiza. Un campamento de verano para
mocosos como tú. «Será mejor influencia. Trabajarás con jóvenes en lugar de despedazarlos», me dijo. ¡Ja! Es totalmente injusto.
El señor D hablaba como si tuviera seis años, como un crío protesten.
-Y... y -balbuceé- su padre es...
-Di immortales, Quirón -repuso él-. Pensaba que le habías enseñado a estos chicos lo básico. Mi padre es Zeus, por supuesto.
Repasé los nombres mitológicos griegos que empezaban por la letra D. Vino. La piel de un tigre. Todos los sátiros que parecían trabajar allí. La manera en que Grover se encogía, como si el señor D fuera su
amo...
-Usted es Dioniso -dijo Maggie, leyendo mis pensamientos-. El dios del vino.
El señor D puso los ojos en blanco.
-¿Cómo se dice en esta época, Grover? ¿Dicen los niños «menuda lumbrera»?
-S-sí, señor D.
-Pues menuda lumbrera, niños Jackson. ¿Quién creías que era? ¿Afrodita, quizá?
-¿Usted es un dios?- pregunté, incrédulo
-Sí, niño.
-¿Un dios? ¿Usted?- Maggie me pateó por debajo de la mesa.
El señor D me miró directamente a los ojos, y vi una especie de fuego morado en su mirada, una leve señal de que
aquel regordete protestón estaba sólo enseñándome una minúscula parte de su auténtica naturaleza. Vi vides estrangulando a los no creyentes hasta la muerte, guerreros borrachos enloquecidos por la lujuria de la batalla, marinos que gritaban al convertirse sus manos en aletas y sus rostros prolongarse hasta volverse hocicos de delfín. Supe que si lo presionaba, el señor D me enseñaría cosas peores.
Meplantaría una enfermedad en el cerebro que me enviaría para el resto de mi vida a una habitación acolchada, con camisa de fuerza.
-¿Quieres comprobarlo, Perseus Jackson? -preguntó con ceño.
Me estremecí al escuchar mi nombre real, con el que solo me llamaba Maggie cuando se enojaba.
-No. No, señor.
El fuego se atenuó un poco y él volvió a la partida.
-Me parece que he ganado -dijo.
-Un momento, señor D -repuso Quirón. Mostró una escalera, contó los puntos y dijo-: El juego es para mí.
Pensé que el señor D iba a pulverizar a Quirón y librarlo de la silla de ruedas, pero se limitó a rebufar,
como si estuviera acostumbrado a que ganara el profesor de latín. Se levantó, y Grover lo imitó.
-Estoy cansado -comentó el señor D-. Creo que voy a echarme una siestecita antes de la fiesta de esta noche. Pero primero, Grover, tendremos que hablar otra vez de tus fallos.
La cara de Grover se perló de sudor.
-S-sí, señor.
El señor D se volvió hacia mí.
-Cabaña once, chicos Jackson. Y ojo con sus modales.
Se metió en la casa, seguido de un tristísimo Grover.
-¿Estará bien Grover? -le pregunté a Quirón, que asintió, aunque parecía algo preocupado.
-El bueno de Dioniso no está loco de verdad. Es sólo que detesta su trabajo. Lo han... bueno, castigado, supongo que dirías tú, y no soporta tener que esperar un siglo más para que le permitan
volver al Olimpo.
-El monte Olimpo -dije-. ¿Me está diciendo que realmente hay un palacio allí arriba?
-Veamos, está el monte Olimpo en Grecia. Y está el hogar de los dioses, el punto de convergencia de sus poderes, que de hecho antes estaba en el monte Olimpo. Se le sigue llamando monte Olimpo por
respeto a las tradiciones, pero el palacio se mueve, como los dioses.
-¿Quiere decir que los dioses griegos están aquí? ¿En... Estados Unidos?
-Desde luego. Los dioses se mueven con el corazón de Occidente.
-¿El qué?
-Venga, Percy, despierta. ¿Crees que la civilización occidental es un concepto abstracto? No; es una fuerza viva. Una conciencia colectiva que sigue brillando con fuerza tras miles de años. Los dioses
forman parte de ella. Incluso podría decirse que son la fuente, o por lo menos que están tan ligados a ella que no pueden desvanecerse. No a menos que se acabe la civilización occidental. El fuego empezó
en Grecia. Después, como bien sabes (o eso espero porque te he aprobado), el corazón del fuego se trasladó a Roma, y así lo hicieron los dioses. Sí, con distintos nombres quizá (Júpiter para Zeus, Venus
para Afrodita, y así), pero eran las mismas fuerzas, los mismos dioses.
-Y después murieron.
-¿Murieron? No. ¿Ha muerto Occidente? Los dioses sencillamente se fueron trasladando, a Alemania, Francia, España, Gran Bretaña... Dondequiera que brillara la llama con más fuerza, allí estaban los
dioses. Pasaron varios siglos en Inglaterra. Sólo tienes que mirar la arquitectura. La gente no se olvida de los dioses. En todas las naciones predominantes en los últimos tres mil años puedes verlos en
cuadros, en estatuas, en los edificios más importantes. Y sí, Percy, por supuesto que están ahora en tus Estados Unidos. Mira vuestro símbolo, el águila de Zeus. Mira la estatua de Prometeo en el Rockefeller
Center, las fachadas griegas de los edificios de tu gobierno en Washington. Te reto a que encuentres una ciudad estadounidense en la que los Olímpicos no estén vistosamente representados en múltiples lugares. Guste o no guste (y créeme, te aseguro que tampoco demasiada gente apreciaba a Roma), Estados Unidos es ahora el corazón de la llama, el gran poder de Occidente. Así que el Olimpo está aquí. Y por tanto también nosotros.
Era demasiado, especialmente el hecho de que Maggie y yo parecíamos estar incluidos en el «nosotros» de Quirón, como si formasemos parte de un club.
-¿Quién es usted, Quirón? ¿Quién... quién soy yo?
-¿Quienes somos?- me corrigió Maggie
Quirón sonrió. Desplazó el peso de su cuerpo, como si fuera a levantarse de la silla de ruedas, pero yo sabía que eso era imposible.
Estaba paralizado de cintura para abajo.
-¿Quién soy? -murmuró-. Bueno, ésa es la pregunta que todos queremos que nos respondan, ¿verdad? Pero ahora deberíamos buscarles una litera en la cabaña once. Tienen nuevos amigos que conocer, mañana podremos seguir con más lecciones. Además, esta noche vamos a preparar junto a la hoguera bocadillos de galleta, chocolate y malvaviscos, y a mí me pierde el chocolate.
Y entonces se levantó de la silla, pero de una manera muy rara. Le resbaló la manta de las piernas, pero éstas no se movieron, sino que la cintura le crecía por encima de los pantalones. Al principio pensé que llevaba unos calzoncillos de terciopelo blancos muy largos, pero cuando siguió elevándose, más alto que ningún hombre, reparé en que los calzoncillos de terciopelo eran en realidad la parte frontal de un animal, músculos y tendones bajo un espeso pelaje blanco. Y la silla de ruedas tampoco era una silla, sino una especie de contenedor, una caja con ruedas, y debía de ser mágica, porque no había manera humana de que aquello hubiera cabido entero allí dentro. Sacó una pata, larga y nudosa, con una pezuña brillante, luego la otra pata delantera, y por último los cuartos traseros. La caja quedó vacía, nada más que un cascarón metálico con unas piernas falsas pegadas por delante.
Miré la criatura que acababa de salir de aquella cosa: un enorme semental blanco. Pero donde tendría que haber estado el cuello, sólo vi a mi profesor de latín, graciosamente injertado de cintura para arriba en el tronco del caballo.
-¡Qué alivio! -exclamó el centauro-. Llevaba tanto tiempo ahí dentro que se me habían dormido las pezuñas. Bueno, vengan, niños Jackson. Vamos a conocer a los demás campistas.

Los Jackson y el ladron del rayo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora