se destruye el auto de mi padrastro

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Atravesamos la noche a través de oscuras carreteras comarcales. El viento azotaba el Cámaro. La lluvia golpeaba el parabrisas.
Yo no sabía cómo mi madre podía ver algo, pero siguió pisando el acelerador. Cada vez que estallaba un relámpago, yo miraba a Grover, sentado junto a mí en el asiento trasero, y pensaba que o me había vuelto majara o él llevaba puestos unos pantalones de alfombra de pelo largo. Pero no, tenía aquel olor de las excursiones al zoo de mascotas: olía a lanolina, de la lana; el olor de un animal de granja empapado.
-Así que tú y mi madre... ¿os conocíais? -se me ocurrió decir. Los ojos de Grover miraban una y otra vez el retrovisor, aunque no teníamos coches detrás.
-No exactamente -contestó-. Quiero decir que no nos conocíamos en persona, pero ella sabía que los vigilaba.
-¿Que nos vigilabas?-soltó Maggie
-les seguía la pista. Me aseguraba de que estuvieras bien. Pero no fingía ser su amigo -añadió rápidamente-. Soy su amigo.
-Vale, pero ¿qué eres exactamente?
-Eso no importa ahora.
-¿Que no importa? Mi mejor amigo es un burro de cintura para abajo...
Grover soltó un balido gutural.
-¡Cabra! -gritó.
-¿Qué?
-¡Que de cintura para abajo soy una cabra! -Pero si acabas de decir que no importa.
-¡Bee-ee-ee! ¡Hay sátiros que te patearían ante tal insulto!
-¡Uau! Sátiros. ¿Quieres decir criaturas imaginarias como las de los mitos que nos explicaba el señor Brunner?
-¿Eran las ancianas del puesto imaginarias, Percy? ¿Lo era la señora Dodds?
-¡Así que admites que había una señora Dodds!- Maggie parecía casi ofendida
-Por supuesto.
-Entonces ¿por qué...?
-Cuanto menos sepan, menos monstruos atraerán -respondió Grover, como si fuese una obviedad-. Tendimos una niebla sobre los ojos de los humanos. Confiamos en que pensaran que la Benévola era una alucinación. Pero no funcionó porque empezaron a comprender quiénes son.
-¿Quién...? Un momento. ¿Qué quieres decir?
-¡Es su culpa que nos tratarán de locos!- ahora estaba verdaderamente ofendida
Volví a oír aquel aullido torturado en algún lugar detrás de nosotros, más cerca que antes. Fuera lo que fuese lo que nos perseguía, seguía nuestro rastro.
Al parecer Maggie también lo escucho use aferró más a su bolso, como si sostenerlo hiciera huir a lo que sea que nos siguiera
-niños -dijo mi madre-, hay demasiado que explicar y no tenemos tiempo. Debemos llevarlos a un lugar seguro.
-¿Seguros de qué? ¿Quién nos persigue?- Cada vez sonaba más aterrada.
-Oh, casi nadie -soltó Grover, aún molesto por mi comentario del burro-. Sólo el Señor de los Muertos y algunas de sus criaturas más sanguinarias.
-¡Grover!
-Perdone, señora Jackson. ¿Puede conducir más rápido, por favor?
Intenté hacerme a la idea de lo que estaba ocurriendo, pero fui incapaz. Sabía que no era un sueño. Yo no tenía imaginación. En la vida se me habría ocurrido algo tan raro.
Mi madre giró bruscamente a la izquierda. Nos adentramos a toda velocidad en una carretera aún más estrecha, dejando atrás granjas sombrías, colinas boscosas y carteles de «Recoja sus propias fresas» sobre vallas blancas.
-¿Adonde vamos? -pregunté.
-Al campamento de verano del que les hablé. -La voz de mi madre sonó hermética; intentaba no asustarse para no asustarme a mí-. Al sitio donde tu padre quería que fueras.
-Al sitio donde tú no querías que fuera.
-Por favor, cielo -suplicó mi madre-. Esto ya es bastante duro. Intenta entenderlo. Estás en peligro.
-¿Porque unas ancianas cortan hilo?-el miedo y la incredulidad se enredaban en su voz
-No eran ancianas -intervino Grover-. Eran las Moiras. ¿Sabes qué significa el hecho de que se te aparecieran? Sólo lo hacen cuando estás a punto... cuando alguien está a punto de morir.
-Un momento. Has dicho estás.
-No, no lo he dicho, he dicho alguien.
-Querías decir estás. ¡Te referías a mí!
-¡A nosotros!
-¡Quería decir estás como cuando se dice alguien, no ustedes!
-¡Chicos! -dijo mamá.
Giró bruscamente a la derecha y vio justo a tiempo una figura que logró esquivar; una forma oscura y fugaz que desapareció detrás de nosotros entre la tormenta.
-¿Qué era eso? -pregunté.
-Ya casi llegamos -respondió mi madre, haciendo caso omiso de mi pregunta
-. Un par de kilómetros más. Por favor, por favor, por favor...
No sabía dónde nos encontrábamos, pero me descubrí inclinado hacia delante, esperando llegar allí cuanto antes. Fuera, nada salvo lluvia y oscuridad: la clase de paisaje desierto que hay en la punta de Long Island.
Pensé en la señora Dodds metamorfoseándose en aquella cosa de colmillos afilados y alas coriáceas. Me estremecí. Realmente no era una criatura humana. Y había querido matarme. Entonces pensé en el señor Brunner... y en su bolígrafo-espada. Antes de que pudiera preguntarle a Grover sobre aquello, se me erizó el vello de la nuca. Hubo un resplandor, una repentina explosión y el coche estalló. Recuerdo sentirme liviano, como si me aplastaran, frieran y lavaran todo al mismo tiempo. Enderece mi cabeza y exclamé:
-¡Ay!.
-¡Percy! -gritó mi madre.
Intenté sacudirme el aturdimiento.
No estaba muerto y el coche no había explotado realmente.
Nos habíamos metido en una zanja. Las portezuelas del lado del conductor estaban atascadas en el barro. El techo se había abierto como una cáscara de huevo y la lluvia nos empapaba.
Un rayo.
Era la única explicación. Nos había sacado de la carretera. Junto a mí, en el asiento, Grover estaba inmóvil.
-¡Grover!
Tumbado hacia delante, un hilillo de sangre le corría por la comisura de los labios. Le sacudí la peluda cadera mientras pensaba: «¡No! ¡Aunque seas mitad cabra, eres mi mejor amigo y no quiero que te mueras! .
-Comida -gimió, y supe que había esperanza.
-Percy, Maggie-dijo mi madre-, tenemos que... -Le falló la voz. Miré hacia atrás. En un destello de un relámpago, a través del parabrisas trasero salpicado de barro, vi una figura que avanzaba pesadamente hacia nosotros en el recodo de la carretera. La visión me puso piel de gallina. Era la silueta oscura de un tipo enorme, como un jugador de fútbol americano.
Parecía sostener una manta sobre la cabeza. Su mitad superior era voluminosa y peluda. Con los brazos levantados parecía tener cuernos.
Tragué saliva.
Me estaba costando mantener los párpados abiertos.
-¿Quién es...?-hablo mi hermana a mi lado
- Maggie, Percy -dijo mi madre, mortalmente sería-. Salgan del coche.
E intentó abrir su portezuela, pero estaba atascada en el barro.
Maggie intento con la suya.
También estaba atascada.
Miré desesperadamente el agujero del techo. Habría podido ser una salida, pero los bordes chisporroteaban y humeaban
. -¡Salgan por el otro lado! -urgió mi madre-.niños, tienes que correr. ¿Ves aquel árbol grande?
-¿Qué?
Otro resplandor, y por el agujero humeante del techo vi lo que me indicaba: un grueso árbol de Navidad del tamaño de los de la Casa Blanca, en la cumbre de la colina más cercana.
-Ese es el límite de la propiedad, el campamento del que te hablé -insistió mi madre-. Suban a esa colina y verán una extensa granja valle abajo. Corre y no mires atrás. Grita para pedir ayuda. No pares hasta llegar a la puerta.
-Mamá, tú también vienes. -Tenía la cara pálida y los ojos tristes como cuando miraba el océano-. ¡Venga, mamá! -grite-. Tú vienes conmigo. Ayúdame a llevar a Grover...
-¡Comida! -gimió Grover de nuevo.
El hombre con la manta en la cabeza seguía aproximándose, mientras bufaba y gruñía. Cuando estuvo lo bastante cerca, reparé en que no podía estar sosteniendo una manta sobre la cabeza, porque sus manos, unas manos enormes y carnosas, le colgaban de los costados.
No había ninguna manta.
Lo que significaba que aquella enorme y voluminosa masa peluda, demasiado grande para ser su cabeza... era su cabeza. Y las puntas que parecían cuernos...
-No nos quiere a nosotros -dijo mi madre-. Te quiere a ti. Además, yo no puedo cruzar el límite de la propiedad.
-Pero...
-No tenemos tiempo, niños. Vallan, por favor.
Entonces me enfadé: me enfadé con mi madre, con Grover la cabra y con aquella cosa que se nos echaba encima, lenta e inexorablemente, como un toro, y al parecer Maggie también
Trepó por encima de mi, luego de Grover y abrió la puerta bajo la lluvia.
-Nos vamos juntos. ¡Vamos, mamá!
-Te he dicho que...
-¡Mamá! No voy a dejarte. Percy, ayúdame con Grover.
No espero su respuesta. Salio a gatas fuera y me arrastro fuera a mi. Juntos sacamos a Grover. Yo aún no estaba del todo en mis sentidos.
Mi madre salió del coche y intercambiamos lugar, ella y Maggie llevaban a Grover y yo iba a un lado, mi hermana ayudándome.
Empezamos a subir a trompicones por la colina, a través de hierba húmeda que nos llegaba hasta la cintura.
Al mirar atrás, vi al monstruo claramente por primera vez. Medía unos dos metros, sus brazos y piernas eran algo similar a la portada de la revista Muscle Man: bíceps y tríceps y un montón más de íceps, todos ellos embutidos en una piel surcada de venas como si fueran pelotas de béisbol. No llevaba ropa excepto la interior -unos calzoncillos blancos-, cosa que habría resultado graciosa de no ser porque la parte superior del cuerpo daba tanto miedo. Una pelambrera hirsuta y marrón comenzaba a la altura del ombligo y se espesaba a medida que ascendía hacia los hombros. El cuello era una masa de músculo y pelo que conducía a la enorme cabezota, que tenía un hocico tan largo como mi brazo, y narinas altivas de las que colgaba un aro de metal brillante, ojos negros y crueles, y cuernos: unos enormes cuernos blanquinegros con puntas tan afiladas como no se consiguen con un sacapuntas eléctrico.
Sentía que me estaba yendo.
Pero no podía, tenía que mantenerme conciente o todos moririamos.
De repente lo reconocí.
Aquel monstruo aparecía en una de las primeras historias que nos había contado el señor Brunner. Pero no podía ser real. Parpadeé para quitarme la lluvia de los ojos. -Es...
-El hijo de Pasífae -dijo mi madre-. Ojalá hubiera sabido cuánto deseaban matarte.
-Pero es el Min...-no pudo terminar la frase
-No digas su nombre -advirtió-. Los nombres tienen poder.
El árbol seguía demasiado lejos: a unos treinta metros colina arriba, por lo menos. Volví a mirar atrás.
El hombre toro se inclinó sobre el coche, mirando por las ventanillas. En realidad, más que mirar olisqueaba, como siguiendo un rastro.
Me pregunté si era tonto, pues no estábamos a más de quince metros.
-¿Comida? -repitió Grover.
-Chist -susurro Maggie-. Mamá, ¿qué está haciendo? ¿Es que no nos ve?
-Ve y oye fatal. Se guía por el olfato. Pero pronto adivinará dónde estamos.
Como si mamá le hubiera dado la entrada, el hombre toro aulló furioso. Agarró el Cámaro de Gabe por el techo rasgado, y el chasis crujió y se resquebrajó. Levantó el coche por encima de su cabeza y lo arrojó a la carretera, donde cayó sobre el asfalto mojado y patinó despidiendo chispas a lo largo de más de cien metros antes de detenerse.
El tanque de gasolina explotó. «Ni un rasguño», recordé decir a Gabe.
¡Vaya!
-escuchen -dijo mi madre-, cuando los vea embestirá. Esperen hasta el último segundo y se apartan de su camino saltando a un lado. No cambia muy bien de dirección una vez se lanza en embestida. ¿Entienden?
¿Entendí?
No, no había entendido
Estaba cada vez más mareado.
Maggie dijo algo.
No lo escuché.
De repente, todo se puso negro.

Los Jackson y el ladron del rayo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora