Prefacio

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Todo en mí grita mala suerte.

Y no, no lo digo por sonar interesante o extremista. Es la verdad. A lo largo de mi vida, siempre he sentido que estoy en el lugar y a la hora equivocada.

Y estoy cansada de eso.

Es un bucle repetitivo que regresa de tiempo en tiempo. Me es inevitable pensar que yo misma soy quien llama a la desgracia. Ya se me hace extraño cuando todo está tranquilo. Grave error... porque justo ahí comienza la interrogante estresante: ¿me pasará algo malo?
Sorpresa. Pasa.

No hay duda: soy un imán para la catástrofe.

Justo ahora me cuestiono: ¿Qué hice mal para merecer esto? Estoy acostumbrada a la mala suerte, pero esto...
Esto ya es preocupante.

Empecemos por el principio.

Yo era la cuarta hija de una familia tradicional, nada llamativa. Teníamos un perro que considerábamos un miembro más del hogar. Alojábamos a unos abuelos vivaces y un tanto pretenciosos.

Mi círculo social era pequeño, pero leal. No tenía relación con criminalidad, ni locuras adolescentes, ni rebeldías innecesarias por falta de atención. Era la definición de tranquilidad.

Exacto. Todo estaba perfecto para mí.

Pero...

Todo empezó a cambiar cuando Nibel Wilhelm Parrish se mudó a nuestra calle hace trece años. Y como si el destino se burlara de mí, justo al lado de mi casa.

Nibel era demasiado perfecto para ser real: se llevaba bien con todos, era buen hijo, buen novio, excelente estudiante, encabezaba clubes de cuidado ambiental y rescate animal. Capitán del equipo de basket, decían que podría conseguir becas por su talento.

Era el chico perfecto que todos querían de amigo.

Inclusive yo. No voy a ser hipócrita.

Pero las cosas dieron un giro cuando, de repente, Nibel desapareció.

Un jueves por la tarde. Día lluvioso.

Yo estaba en mi ventana, escuchando una banda de rock de los noventa que él mismo me había recomendado. Sostenía una taza de chocolate caliente con cuidado de no quemarme. El vapor empañaba el vidrio, y aproveché para hacer garabatos tontos sobre la superficie.

Mi distracción se esfumó al escuchar ruidos afuera. Al principio no me alarmé: pensé que era la lluvia. Pero los sonidos se repitieron. Mi corazón dio un salto.

Miré por la ventana. Lo que vi fue extraño, aunque no alarmante.

Era Nibel.

Estaba sacando una bicicleta. Nada raro, excepto que:
1. Tiene un coche. Increíble, por cierto.
2. Estaba lloviendo a cántaros, no era el mejor momento para pedalear.

No aparté la vista mientras quitaba las cadenas y se subía. Lucía apurado. No lo llamé, pensé que debía estar resolviendo algo urgente.

Dios... ¿mencioné ya lo guapo que era?

Nibel tenía una belleza imperfecta. Pelo castaño, sedoso. Siempre bien peinado. Vestía camisetas anchas y jeans holgados, casi siempre en tonos claros. Usaba Vans blancas. Su boca merecía un poema. Tenía una nariz recta decorada con tres lunares, aunque nunca logré contarlos bien. Pero sus ojos... sus ojos eran otra historia: uno azul, más claro que el cielo; el otro, marrón claro —o eso creo—.

Me quedé mirando hasta verlo marcharse calle abajo. No regresó en toda la noche. Y aclaro: no lo estaba espiando. Solo me quedé despierta hasta tarde... y no escuché nada.

Llegó el viernes. Seguía lloviendo. Sonó el timbre; alguien en casa abrió. Quince minutos después, mi madre subió a decirme que Nibel no había llegado a dormir. Sus padres estaban preocupados.

Llegó el domingo. El sol por fin salió, pero el ambiente estaba cubierto de melancolía. Sus padres habían reportado la desaparición hacía días. La policía ya tenía una orden de búsqueda. Incluso el vecindario ayudaba.

Como yo había sido la última en verlo, me llamaron a la estación para una entrevista. Sus padres me hablaban con esperanza, como si de repente yo fuese a recordar algo clave.

Michelle, su novia, me escribió. La pobre casi tenía un ataque. Siempre me pareció una persona madura, admirable. No me presionó, pero se notaba que su corazón pedía respuestas.

Dolía no poder ayudar. Y en medio de esa presión, hice la cosa más estúpida que a mis 17 años se me pudo ocurrir.

Sobre eso...

Un miércoles, después de clases, estaba en el sofá verde chillón del centro de la sala, viendo un programa de chistes sin gracia. Sonó el timbre y corrí a la puerta. La abrí con la esperanza de buenas noticias. Nadie.

Volví a entrar, pero a medio camino el timbre volvió a sonar. Me detuve, como en una escena de película de terror.

Con el corazón acelerado, volví a abrir. Nadie. Salí un poco, observé el exterior. Nada. Pero al mirar al suelo, había un papel arrugado.

Estas cosas nunca salen bien, pensé.

Bajé para recogerlo, lo apreté en el puño y entré corriendo. Cerré de un portazo mientras leía.

Apreté los dientes.
¿Qué clase de broma enferma era esa?

Estaba furiosa. ¿Quién se atrevería a bromear con algo así?

Pero...

No. No puede ser.

Leí el mensaje tres veces más.

Si Nibel estaba desaparecido, ¿quién escribió esta nota?

"Ábreme la ventana a las 11.
Necesito tu ayuda, Regina.

Nibel
xoxoxo"

No supe cómo reaccionar. Ni me moví. Estaba confundida, llena de dudas, con la mente a punto de explotar.

Me quedé ahí, inmóvil, hasta que mi abuela me golpeó con su bastón y me ordenó subir a dormir. Dijo que me notaba cansada, estresada.

Y si soy sincera, ese día todo cambió.

No porque Nibel estuviera bien.

Sino por la forma inefable en que sucedieron las cosas después.

Por la vuelta de vida que me aguardaba.

Porque...
¿por qué siento que ese Nibel, el que veía a diario por años y desapareció aquella tarde de lluvia, no es el mismo que ahora está justo frente a mí?










BIENVENIDOS SEAN.

Esta es una novela súper tranquila y solo para relajarse.

INEFABLEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora