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Dos días habían pasado desde el incidente en el baño y era la primera vez que Jack se animaba a salir al exterior. Ni siquiera se atrevió a responder ninguno de los mensajes ni llamadas de su amigo. No quería verlo, ni hablar con él. Se sentía culpable. Avergonzado y culpable y no sabía si sería capaz de hacerle frente a eso algún día. De mirarle a los ojos como en otros tiempos. De reconstruir el vínculo que los había unido hasta entonces. Todo había cambiado y para mal.

Cogió la bicicleta que reposaba en el granero y se puso en marcha. El perezoso sol invernal entibiaba de a poco su rostro. A lo lejos el gorjeo de las aves llevaba algo de tranquilidad a su turbada alma.

Pedaleó unas cuantas millas entre médanos, montañas y caminos arbolados hasta arribar a la pequeña granja Miller.

- ¡Quieto ahí o te vuelo los sesos!- advirtió con voz potente el anciano al ver que alguien acomodaba su bicicleta frente al porche. Estaba armado con una escopeta y lo apuntaba directo al pecho.

- ¡Joder! - exhaló sorprendido el muchacho, soltando la bicicleta y elevando sus brazos sobre su cabeza- ¡Abuelo! ¡S-soy... yo! ¡Jack! ¡No me mate!

- ¡Joder, macho! ¿Por qué no llamas antes de venir? ¡Que casi te vuelo la cabezota esa que me llevas!- bramó Miller. Dejó la escopeta a un lado y bajó a recibirlo.

El menor soltó una risita nerviosa más por compromiso que por otra cosa puesto que el pavor aún continuaba sacudiendo cada una de sus extremidades.

- Pap-papá lo llamó, ¿recuerda? Quería que hablara con usted- le explicó con voz queda, recogiendo la bicicleta y acomodándola nuevamente contra la cerca- Se ve bien, abuelo. Está más... joven y todo.

- Ajá, y tú mientes igual de mal que tu madre- replicó el otrora Sheriff de la LSSD-. Anda, pasa, que hace un frío que... ¡Madre mía!- lo invitó a pasar, ingresando a su humilde cabaña.

El joven atravesó la puerta de entrada hacia el interior de la reducida cocina-comedor. Papel tapiz ocre y madera desgastada a la que poco mantenimiento se le había dado durante ese último tiempo. El techo se caía a pedazos y enormes manchas de humedad se dibujaban en las esquinas. No había muchos muebles con excepción de un enorme y desteñido sillón en mitad de la sala de estar justo frente a la chimenea y el televisor de tubo que mantenía encendido en el canal de noticias. Cuadros de artistas ignotos acumulando polvo en las paredes y fotografías de tiempos más venturosos. Hasta pudo distinguir a su padre y madre en una de ellas.

- ¡Vaya! Mira al viejo con ese corte de pelo -exclamó entre risas- "El colillas"... ¿Puedo llevarme esta foto, abuelo?

- Sí, claro, llévatela- asintió Miller. Se encaminó a la pequeña cocina arrastrando los pies. Los años habían hecho mella en el cuerpo de Armando, cuya espalda corva nada tenía que ver con su orgullosa postura que lucía en las fotos de la pared. Llenó la tetera y la llevó al fuego-. ¿Quieres té o café?- preguntó, volviéndose hacia el jovencito que tenía el agrado de considerar como su nieto.

- Café está bien. Gracias- respondió tomando asiento junto a la mesa de la cocina.

En silencio, sólo el murmullo de la tele de fondo, Miller terminó de preparar los dos cafés. Cuando los tuvo listos, los sirvió en la mesa junto a un plato de galletas de chocolate.

- ¿Y qué? ¿Qué ha pasado ahora? ¿Irina te echó de la casa? ¿O a Collins ya se le voló la chaveta?- preguntó finalmente.

- Ojalá, abuelo -rio apenado, probando un poco del humeante contenido de su taza, buscando así con ello infundirse del valor necesario para relatar lo acontecido-. En realidad es algo mucho más complicado de explicar. Lastimé a mi amigo. Lo herí de... de una forma que... No sé.

Reencuentros con sabor a café y carameloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora