Don Román abrió su agenda y marcó con un tache la cita que tenía con Don Arnoldo más tarde: no le daría tiempo. Mojando sus dedos con saliva, pasó página y buscó un espacio libre en la columna correspondiente al día siguiente: de tres a cinco podría recibirlo.Don Román no se consideraba un hombre ocupado: su mayor pasatiempo era sentarse en su escritorio a anotar cosas sin sentido en cualquier papel que encontrase, su agenda incluida. El hombre se rascó aquella larga barba grisácea y después, la calva. Anotó el compromiso con Don Arnoldo para el día siguiente, de tres a cinco de la tarde y después, se recostó sobre su cómoda silla giratoria.
Sonó el teléfono.
— ¿Bueno? ¿Don Román? -preguntó una áspera voz del otro lado del aparato.
— Buen día, Don Arnoldo -respondió Don Román, con una sonrisa tan amplia que estaba por desencajarle la mandíbula.
— Es que... me apena mucho decírselo de un día para el otro pero... ¿sería mucho embrollo si cancelo nuestra cita de hoy en la tarde?
Don Román fingió pensárselo por un momento, como si no la hubiese pospuesto él mismo hacía apenas unos segundos. Justo después, contestó.
— Sí, no veo por qué no -contestó, fingiendo demencia-. ¿Le parece bien posponerla hasta mañana de tres a cinco?
Una respuesta afirmativa llegó a oídos de Don Román, quien, entusiasmado, comenzó a tachar todos sus compromisos restantes para el día de hoy, para reubicarlos más adelante en la semana o incluso del mes, si es que era tanta la pereza por llevarlos a cabo.
— Veamos... pedirle a los chicos que pinten la casa... puede ser mañana -balbuceó el viejo hombre, tachando y anotando en una hoja posterior-. Ir a la plaza a perseguir palomas... ¡Qué diablos! No tengo tiempo. Será hasta el próximo martes. Y ahora... aventarle huevos podridos a la casa del procurador...
Así, mientras tachaba compromisos de su agenda, empezó a caer la tarde, y con ella, todos los compromisos de Don Román, por más estrafalarios que fueran, fueron pospuestos, algunos indefinidamente. Al llegar al último, el anciano decidió darse un pequeño lujo.
"7:33 P.M: Caerá en mis manos una tarta de manzana", anotó.
Faltaban cuatro minutos: suficientes para que aquél apunte fuese factible. Se levantó de su escritorio tras acomodar su bolígrafo, agenda y demás papeles para después salir al pasillo de la casona en la que vivía. Doña María, una de las empleadas domésticas, pasó corriendo junto a él.
Bajó las escaleras con cuidado: faltaban dos minutos para la hora apuntada en la agenda.
Cruzó el jardín interior de la vivienda sin prisa pero sin pausa y después, se detuvo junto al muro que delimitaba su propiedad con la Avenida Rocasol.
Faltaba medio minuto.
— Debí traerla conmigo -se lamentó Don Román. Bien pudo haber pedido más que una tarta de manzana, pero la gula lo venció esa vez.
Afuera de la casa, en la banqueta de la avenida, se escuchó un estruendo y el sonido de varias charolas que salían volando: lo más probable es que el carrito del panadero que a esa hora pasaba siempre a esa altura de la avenida hubiese chocado. Don Román extendió ambas manos unos cuántos centímetros al frente, con las palmas hacia arriba.
Una charola de aluminio con una tarta de manzana recién hecha aterrizó limpiamente en manos de Don Román. Otra de sus empleadas, Doña Luz, lo observó atentamente y, lejos de asombrarse, entrecerró los ojos y frunció el ceño.
— ¿Otra vez jugueteando con el destino, Don Román? -lo reprendió.
— Espero que me perdones -contestó él, para nada apenado por sus acciones-. Pero no pude resistirme a comer un poco, ya sabes.
Doña Luz negó varias veces con la cabeza, sin decir nada, mientras seguía barriendo las hojas secas del patio. Don Román nunca entendía. A diario, tachoneaba, escribía y reescribía muchas cosas en esa agenda suya. Ya nadie en la casona se asombraba cuando, por increíble que fuera, algo escrito entre esas hojas llegaba a cumplirse.
Para cuando anocheció, Don Román ya se había comido casi la mitad de aquella tarta.