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Me había comprado un puto teléfono. Me había aprendido su número de memoria. Y todo para que Ellie no cogiera el móvil.

Estaba acojonado. Se había ido hacía horas, y todas las había pasado sentado en el sillón, esperando a escuchar el ruido que hacía la puerta del portal. Ninguna de las veces que lo había oído era porque hubiera entrado Ellie. Me levanté del sofá y me puse a dar vueltas por la habitación, como solía hacer ella. Tenía que haberle ocurrido algo, porque no se tardaba tanto en dar un paseo.

Tal vez, había huído de mí, o era la sensación que me había dado, y no entendía por qué. Seguía dando vueltas, sin tener idea de qué hacer. Entonces pensé que estaría en casa de su amiga. No estaba seguro de cómo se llamaba. Galatea, a lo mejor. Pero es que había algo raro en ella, algo que me hacía desconfiar; no era una terrestre normal. Con la esperanza de que estuviera con ella, cogí las llaves del mueble donde estaba la televisión, que ni siquiera había tenido tiempo de encender. Comprobé que llevaba el cuchillo de cuarzo, y deseé haber tenido mi espada conmigo; por si acaso y porque se me daba mejor manejarla que el cuchillo. También llevaba encima la bolsita con el polvo de lapislázuli.

Salí a toda prisa del apartamento y bajé las escaleras tan rápido que por primera vez estuve a punto de caerme. Cerré a mi espalda la puerta de entrada al edificio e hice aparecer la moto en la calle sin molestarme en comprobar que no hubiera terrestres cerca. Subí y me puse el casco. Dejé también el de Ellie, con la esperanza bullendo en mi interior de poder volver a llevarla a casa. Conduje a toda velocidad por las calles, recibiendo bocinazos de otros coches y maldiciones por parte de los peatones. Ignoré todo lo que no tuviera que ver con Ellie.

Mientras conducía concentrado en mirar al frente sentía una punzada de dolor constante en el pecho. Preocupación, intranquilidad, lo denominaban los terrestres. Había algo en ella, en su persona, que me hacía tener la necesidad de protegerla, y no era sólo el hecho de que era mi Estímulo. Incluso si no lo fuera, si no sintiera gracias a ella, tendría ganas de estar a su lado en todo momento. Me había dolido que no quisiera dar el paseo conmigo, y encima ahora había desaparecido.

Llegué a lo que pensaba y esperaba que fuera el barrio de Galatea. Comparado con el de Ellie, este parecía sacado de un cuento de hadas. Todo estaba pulcramente limpio, no había basura ni residuos; todas las casas tenían grandes jardines y eran de un blanco casi cegador; incluso parecía que en aquella parte de la ciudad el sol brillaba con más intensidad. Llegué a la casa número 64, donde tenía entendido que vivía la mejor amiga de Ellie. Aparqué la moto en mitad de la calzada, sin importarme nada más que llegar a la puerta de la enorme casa que se alzaba frente a mí. Era demasiado; demasiado blanca, demasiado grande, demasiado fría. Prefería el piso enano de Ellie.

Subí las escaleras que conducían a la puerta. Era de madera, doble y decorada en exceso con tallados muy elaborados. Toda la casa era así: demasiado elaborada. No me gustaba. Toqué el timbre, y empezó a resonar una melodía de cinco segundos; supuse que para que se escuchara por toda la casa. Escuché pasos acercarse, y me empecé a impacientar, porque quien fuera a abrir, tardaba mucho en llegar a la puerta.

Entonces, la puerta se abrió sin hacer un solo ruido. Apareció Galatea frente a mí, que parecía muy pequeña bajo el marco de la puerta. Tenía una expresión amable, hasta que me vio. Frunció el ceño y convirtió sus labios en una fina línea.

—Vengo a por Ellie —dije, con la voz de alguien muy seguro de lo que decía, cuando en realidad estaba temblando por dentro. Ella frunció aún más el ceño, y entonces la punzada de preocupación en mi pecho se incrementó, convirtiéndose en angustia.

—No está aquí... Espera, ¡¿ha desaparecido?! —exclamó, empezando a ponerse roja de la ira. Tragué saliva, y me quedé en silencio, dejando que éste hablara por mí.

El Beso de la Muerte. #1   [✓]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora