Lo más común es, sin dudas, que cuando hay tanto para decir, no salgan las palabras. Que lo que se siente sea tan profundo, tan doloroso, tan diverso, que no haya forma de empezar a hablar. Porque nada suele ser suficiente, porque no hay manera de comenzar a describir, cuando los sentimientos desbordan el alma.
Lo común es también, que cuando hay tanto que decir, es porque no se puede decir nada.
La adrenalina corre por el cuerpo como si uno acabara de ser víctima de una situación traumática. Todas las terminaciones nerviosas están alteradas, todo es más, quema más, arde más... Todo se siente más. La garganta está seca, las manos tiemblan y están sudadas. La mente está a años luz del lugar concreto en el que se encuentra. Piensa, recuerda, busca incesantemente la forma de descargarse, de relajarse, de sobrellevar la ansiedad. Busca la forma de dejar de sentir, de descansar.
Necesita fumar. Necesita un calmante. Necesita sentir dolor físico.
La clase está llena de alumnos con preguntas, el profesor está hablando, es un día más en la vida de todos los alumnos del instituto... También es un día más en su vida. Pero no es un buen día, pues no es él mismo, no es su versión buena... Su personalidad está deformada porque no sabe qué hacer con lo que siente. No escucha a los alumnos, no escucha al profesor. Se encuentra totalmente perdido entre toda esa obra de teatro que no logra comprender. ¿Qué hace él ahí? ¿Qué hace ese, justamente ese, a su lado?
Entonces, la realidad lo golpea. Como todos los días, a esa misma hora. O a cualquier otra. En cualquier momento, en cualquier lugar. Sin previo aviso, sin poder descifrar cuál es el detonante. Lo golpea porque no hay forma de procesar esa información sin que caiga sobre él con la fuerza de un puñetazo en el estómago.
Desde hace seis años, él está ahí. Los dos están en el exacto lugar en el que tienen que estar, haciendo lo que tienen que hacer. Ser "amigos". Charlar. Estudiar juntos. Mirarse. Entenderse. Ser cómplices. Amarse mutuamente en silencio. Hacerlo todo, sin hacer nada.
Y es justamente esa la razón por la que no puede más. Porque no están haciendo nada, y él lo necesita. Porque si lo tuviera, si de verdad pudiera tenerlo, sentirlo, no necesitaría nada más. No tendría la necesidad de calmarse, porque ya estaría tranquilo. Ya estaría en paz. Porque la ansiedad que lo carcome, tiene nombre y apellido. Tiene casa. Tiene el pelo castaño. Tiene los ojos marrones. Tiene una inteligencia privilegiada. Tiene... Es simplemente es todo lo que él desea. Desde hace seis años.
Si lo tuviera, no necesitaría nada. Ni un cigarrillo, ni una pastilla, ni moretones en su cuerpo. A veces se pregunta cuáles serían sus vicios si no hubiese crecido en un entorno más o menos sano... Con qué clase de cosas tóxicas se estaría lastimando entonces.
El otro lo mira, interpretando todos sus gestos. Lo analiza, lo observa. Lo conoce mejor que nadie.
Algo le pasa. Está pálido, con ojeras, sus manos tiemblan levemente, y no sabe qué hacer con su cuerpo, que se encuentra clavado a esa silla en el aula en la que ambos se encuentran. Se abraza a sí mismo, aprieta los puños, se toca la cara... Se pasa la mano por el pelo rizado. Están sentados uno al lado del otro. La incomodidad es tangible. Está irritado, está harto... Pero quiere intentar actuar normal. Sonríe cuando él le dice algo, pero evita su mirada. Ríe ante sus intentos de contarle algo gracioso, pero evita su mirada. Posa su mano sobre la pierna de él en algún momento, pero evita su mirada. Se queda ya sin medios para acercarse al contrario, no sabe cómo ayudarle, necesita saber qué ocurre...
Pero entonces, él lo mira. Lo mira porque sabe que lo está mirando incansablemente. Porque sabe que quiere explicaciones, pero no se anima a pedirlas. Sabe que quiere ayudarlo, pero no sabe bien cómo.