Prólogo

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Hace muchas, muchas eras...

―¡Quiero a mi hija de vuelta, Zeus! ¡Te exijo que intervengas! ―prorrumpió Deméter, entrando furibunda en el Gran Salón del Olimpo. Zeus, sentado en su trono, estaba disfrutando de una presentación de baile en honor a él.

La música cesó, las bailarinas se miraban unas a otras con desconcierto.

Zeus se enderezó y le alzó una ceja a Deméter, quien rara vez ponía un pie en el Olimpo. Hizo un ademán lánguido con su mano y despidió a los músicos y las bailarinas para quedar a solas con la diosa de la agricultura, quien, sin bajarle la vista a su hermano menor, se acercaba hasta quedar frente a él.

―¿Quieres vino? ―ofreció el dios del rayo.

―Quiero a Perséfone de vuelta ―rechazóvehemente―. Me he enterado que es Hades quien la ha raptado y la tiene cautiva desde hace meses, y tú estabas al tanto. Ni siquiera has tenido la intención de ir en su búsqueda. Te recuerdo que ella también es tu hija. ¿Cómo es que no te sientes ultrajado por la vil acción de Hades? ―cuestionó sintiendo que las lágrimas empezaban a inundar sus ojos. Parpadeó rápido para que Zeus no la viera llorar. Sin su hija, Deméter se sentía vacía y devastada.

―¿Para qué quieres a tu hija de vuelta, mujer? ―cuestionó Zeus, harto del escándalo de la diosa de la agricultura―. Mejor dedícate a lo tuyo y haz que la Tierra vuelva a ser fecunda. Los humanos mueren de hambre y no querrás quedarte sin sus tributos. Sabes lo importante que es eso, será nuestro fin si nos olvidan y dan su amor a otras deidades. Hades ya la ha tomado como esposa. No podemos hacer nada.

―¿Nada? ―cuestionó incrédula ante la indolencia de Zeus―. ¿¡Nada!? ¡Dioses, Zeus! ¡Voluntad es lo que no tienes! ¿Acaso no tienes el valor de enviar a alguien al Inframundo para rescatarla?

―¿Y por qué no vas tú? ―espetó inclinándose hacia adelante. El gesto de Deméter de descompuso ante esa propuesta y Zeus arremetió―: Es fácil para ti endilgarme esa misión sin arriesgarte.

―Sabes que no cualquier dios puede entrar en el Inframundo.

―Exactamente.

―Pero tú sí puedes entrar ―contraatacó Deméter―. Eres el soberano de los dioses y los cielos, el Inframundo no te está vedado. ¿Acaso eres un cobarde?

―No es eso ―respondió Zeus, incómodo. Hades era determinado e inflexible cuando algo le importaba y él no quería averiguar si Perséfone era un capricho o no. Se deshizo de aquella molesta sensación y bufó―. No se puede deshacer lo hecho.

―¡¡¡No me importa si la mancilló o no!!! ―vociferó Deméter―. Quiero a mi hija conmigo, sea como sea. Si no vas, entonces yo...

―Entonces, ¿qué? ―interrumpió. Se levantó de su trono y avanzó hacia la diosa con gesto amenazante y quedaron nariz con nariz. Ambos podían sentir el calor de sus respiraciones―. Dime, ¿qué harás?

Y, en ese momento, Deméter decidió hacer su última jugada. Por naturaleza ella no era vil ni despiadada, pero la indiferencia de Zeus la obligó a decir:

―No querrás que cierta diosa se entere de lo que haces en las Tierras Australes del Nuevo Mundo. Tu preferencia por las humanas de esa zona es irrefrenable, ¿no? Hera ha tolerado tus deslices al punto de la locura. Un día de estos en vez de desquitarse con tus hijos o tus amantes, lo hará contra ti una vez más, y quizás en esta ocasión no fallará.

No faltaron más palabras para persuadirlo. No quería perder ese territorio que, gracias a una irrespetuosa nereida, estuvo a punto de perder. Las mujeres de ese recóndito lugar del mundo eran más que apetecibles, necesitaba salvaguardar ese secreto durante el mayor tiempo posible. Zeus prefería ir al mismo Inframundo, en vez de provocar la ira de su esposa.

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