Capítulo I

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Inframundo, equinoccio de primavera 2020.

―Y así sucedió todo ―finalizó Hades su relato.

―Cada vez que lo cuentas es mejor y mejor ―sentenció Ignis, quien estaba sentada a su lado, contemplando el cálido atardecer en la colina donde ellos se reunían. Un vasto y apacible lugar dentro de los sueños del señor del Inframundo, el cual en ese momento tenía un aspecto otoñal; los bosques que se divisaban a lo lejos estaban teñidos en carmines y ocres.

Hades miró de reojo a la joven Ignis. En el lozano y exótico rostro de ella se reflejaba el entusiasmo. La muchacha nunca se cansaba de oír esa historia. Hades sonreía ufano, como siempre lo hacía al terminar de narrar. Sin embargo, en su fuero interno, aún le provocaba asombro tener como pupila a una diosa nueva. Desde hacía muchos siglos que no nacía en el Olimpo un nuevo ser divino con una nueva alma.

Los dioses habían sido condenados a no tener descendencia a menos que su enlace fuera de amor genuino. Lo que se volvió imposible, pues casi ninguno sabía lo que era el amor. Tampoco podían intervenir en el destino de la humanidad. En el único escenario en el que podían involucrarse con un humano era si se enamoraban verdaderamente. En ese caso, un dios sí podía afectar el destino de esa persona en particular.

Los dioses ya no eran adorados por los humanos, sin embargo, sus poderes seguían otorgando equilibrio en el mundo como fuerzas de la naturaleza, influyendo en el conocimiento, en las artes, en el tiempo... No obstante, la decadencia que trajo Zeus con su ambición de seguir gobernando como en antaño ―pese a los numerosos intentos de derrocamiento y profecías que vaticinaban el fin de su reinado―, estaba ocasionando estragos en la tierra.

Como consecuencia de ello, se cumplió la última profecía de Urano, la cual advertía del advenimiento del Señor de los Cuatro Elementos, el dios que tomaría el poder en el Olimpo y se iniciaría una nueva era dorada de la mano de su consorte humana.

Hefesto, el dios del fuego y la forja, resultó ser ese dios. Sin ser realmente consciente de ello, controlaba los cuatro poderes elementales de la tierra que convergían en él; fuego, agua, tierra y aire.

Zeus no pudo evitar perder el destino. Aferrado al poder él mismo propició su muerte en una lucha sin igual en el Olimpo, cara a cara con el Señor de los Cuatro Elementos y murió, mas la condena que recibió por parte de los jueces del Inframundo fue convertir su alma en un árbol que creció de las cenizas del dios del rayo.

Tras derrotar a Zeus, Hefesto se transformó en el soberano de los dioses. No obstante, su mandato lo distribuyó en un triunvirato y gobernaba en igualdad el mundo de los dioses junto a Poseidón y Hades.

Tiempo después nació Ignis, la primogénita de Hefesto y Millaray, quien, por medio del ritual de Deméter, había dejado su mortalidad para ser la nueva diosa de la humanidad.

El nacimiento dio inicio a una nueva generación divina, y en su presentación a los dioses se manifestó en ella el poder de los sueños, el cual ostentaba Morfeo en la antigüedad.

No obstante, los dioses crecían muy rápido. Si Ignis fuera una humana corriente, sería un bebé a punto de cumplir dos años. En cambio, tenía la apariencia de una adolescente de doce años y la mentalidad de una mujer joven de veintidós.

En el mundo de los sueños, Ignis se presentaba como adulta.

Hefesto y Millaray Ignis nombraron cuatro guías divinos para su hija; Nereo, primigenio señor del mar; Hécate, la reina de las brujas; Perséfone, reina del mundo subterráneo y señora de la cosecha; y Hades, amo y señor del Inframundo.

Nereo la instruía en todo lo relacionado con el mundo acuático y sus reinos; Perséfone la instruía en la tierra y todo lo que crecía fértil en ella; Hécate era su guía espiritual y la magia que tenían sus poderes.

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