1. El amuleto perfecto

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Esa mañana, los padres de Maki la vieron salir con prisa de casa. Ella no era el tipo de chica que se quedaba dormida en temporada de clases, tampoco le costaba arreglarse, sobre todo cuando alistaba todo cada noche para evitar retrasos innecesarios: las calcetas dobladas sobre una silla; la falda a cuadros debidamente colgada junto a la blusa blanca y el suéter azul; el par de ligas sobre el tocador, al lado del cepillo, listas para sujetar su típico par de trenzas negras no tan apretadas; sobre el buró, junto al listón azul que ataba en moño alrededor de su cuello para complementar su uniforme, los lentes color turquesa que les ayudaban a sus ojos verdes a ver el mundo con mayor precisión. Había practicado el mismo ritual cada día desde que aprendió a vestirse, pero esa vez, por alguna razón, faltaba algo: buscó dentro de todos los cajones posibles, debajo de su escritorio, entre sus libros, en su mochila, en el ropero, bajo la almohada, en la canasta de la ropa sucia, entre sus cobijas, bajo el colchón... "¡Seguro está bajo la cama!". Nada.

Estaba a punto de llorar cuando se le ocurrió, de pronto, revisar en el bolsillo de su suéter. Ahí encontró, oculto dentro de su pañuelo, un cordón negro de donde pendía un dije plateado, muy ligero, con una piedra incrustada similar a un diamante al centro, de donde nacían tres abanicos formados por varios alambres: tres a cada lado y cinco hacia abajo, como las alas y la cola de un ave. Al ver aquel extraño colguije en el lugar menos esperado, quizá guardado por accidente la tarde anterior, suspiró y quiso golpearse la cabeza contra la pared; pero no podía seguir perdiendo tiempo o más de una persona sería perjudicada por su descuido.

Mientras corría hacia la escuela, su cabeza se encargaba de distraerla. Ciertamente, el dije era importante, lo suficiente como para que quien la esperaba comprendiera su retraso; después de todo, fue esa persona quien se lo dio como señal de agradecimiento luego de que una tarde de su infancia, mientras jugaban en un parque, Maki le regalara el amuleto perfecto.

Nueve años atrás, cuando ella buscaba un lugar ideal para esconderse, vio un resplandor que provenía del pasto. Al acercarse y ponerse en cuclillas para ver la zona de cerca, descubrió que se trataba de un pequeño trozo de metal dorado en forma de corona de laurel, el cual tomó e inspeccionó durante varios segundos antes de que una voz detrás de ella la asustara:

—¡Te encontré!

Maki intentó mantener el equilibrio sin éxito. Desde el suelo vio al dueño de la voz: de cabello tan oscuro como el suyo y ojos azules como el cielo despejado y limpio, un niño con el rostro dibujado de preocupación mezclada con curiosidad luego de ver caer a su compañera de juegos.

—¿Estás bien? ¿Por qué no te escondiste?

La niña se sentó, despegó sus manos ligeramente de su pecho y le respondió emocionada:

—¡Mira, Daichi! ¡Es un amuleto de la suerte!

—¿Un amuleto de la suerte? —repitió el niño antes de que Maki mostrara su hallazgo sobre las palmas de sus manos y lograra contagiarle su ánimo— ¡Qué bonito brilla! ¡Sí que es un amuleto de la suerte!

—¿Verdad? ¡Ahora tendré mucha suerte!

—No es justo —se quejó su amigo, quien se había sentado a su lado para hablar sobre el amuleto—, tú siempre tienes suerte: ayer encontraste una moneda, la semana pasada encontraste a Shiro, y hace un mes te regalaron dulces...

—Y luego me regañaron —dijo ella mientras recordaba cómo su madre amenazaba al sospechoso hombre de los dulces y cómo su padre estaba dispuesto a golpearlo.

—Pero no todos los días te regalan dulces —siguió protestando, luego cruzó los brazos e hizo un puchero para mostrar su inconformidad—. ¿Por qué tienes tanta suerte?

La misión del rayoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora