Olivia
El aroma del mar se coló por la ventanilla del coche a medida que llegamos al pueblo que tanto había echado de menos. Papá tarareaba la canción que sonaba desde la radio, dando golpecitos en el volante con los dedos, mientras mamá miraba las vistas a la playa desde el asiento del copiloto. Estaba sonriente, más que en mucho tiempo, y a mí también se me contagió la alegría. Echaba de menos ver ese brillo en sus ojos. Por otra parte, Nora, quien estaba sentada a mi lado, seguía sin levantar la mirada de su teléfono móvil. Sus 14 años habían llegado a la par que su adolescencia, lo que papá también llamaba "edad del pavo", y las nuevas tecnologías no le estaban haciendo ningún favor. No levantaba la mirada de la pantalla.
Yo, sin embargo, apagué mi móvil y abrí mi ventanilla. Quería disfrutar de la brisa marina, observar las vistas al mar de color verde donde tantas vacaciones me había bañado y respirar el olor a verano. Era 1 de junio, finalmente mi momento favorito del año había llegado.
Nuestro verano en Bahía Verde estaba a punto de comenzar.
Atravesamos el pueblo por sus calles estrechas y edificios de colores, saludando desde la ventanilla a los tantos vendedores que ese día se juntaban en la plaza del mercado. Era martes, y todos los pequeños agricultores y artesanos – aquellos que ya poco a poco se estaban extinguiendo – salían a vender sus productos con el fin de conseguir un poco de dinero para llegar a fin de mes. Bahía Verde era uno de los pueblos malagueños más bonitos de la provincia, pero, a su vez, también uno de los más pobres. Vivían tan solo del turismo en verano, pues durante el año las largas sequías y la despoblación hacían que los habitantes de allí apenas consiguiesen mantener sus negocios sin tener que mudarse a la ciudad. Una realidad verdaderamente triste.
Al ver un puesto de frutas y verduras le pedí a papá que parase el coche, me había entrado antojo y quería también comprarle un pedazo de sandía a abuela. Él accedió con la condición de que, a cambio, también le comprase una bolsa de fresas. Así lo hice, tras un rato mirando la mesa llena de vegetales y frutos, acabé comprando una bolsa de fresas, un cuarto de sandía, un par de plátanos y cuatro melocotones. Feliz regresé al coche, donde, tal y como me había enseñado abuela, me comí uno de los melocotones a mordiscos. Eso era algo típico de verano, uno de esos pequeños placeres que en cualquier otra ocasión mamá me habría reprochado pero que en verano se permitía. Aunque bueno, no dudó en recordarme que debía limpiarme las manos antes de ayudar a sacar las cajas del maletero, pues no quería que quedasen restos de melocotón por todas partes. Así lo hice.
Papá aparcó en la puerta de la casa número 12 de "La Calle de las Flores"- nombre que hacía referencia a todas las floristerías que antiguamente existían en esa calle, dónde ahora solo se conservaba la de mi abuela – y todos bajamos del coche. Nora finalmente apagó su móvil y, entre quejas, me ayudó a bajar nuestras maletas y un par de cajas del maletero. Mamá mientras tanto tocó el timbre del portal en el que ella había crecido, esperando a que alguien nos recibiese tras el umbral.
Abuela abrió la puerta y, con su sonrisa característica en los labios, abrazó a mamá.
Después saludó a nuestro padre y se acercó a nosotras, con los brazos abiertos.
—¡Mis niñas! ¡Que mayores estáis! —nos dijo entre abrazos —Nora, acabas de florecer, y Olivia, ya eres toda una mujer.
Abuela siempre sabía cómo hacer que sus cumplidos te llegasen al alma. Era la persona más sabia que había conocido y posiblemente la más cariñosa también. Aunque también era, en cierta manera, estricta y organizada. Sabía poner mano dura cuando hacía falta y emblandecerse cuando tocaba. Según mamá eso era lo que admiraba de ella, que siempre encontraba el equilibrio.
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Bahía Verde
RomanceUn verano. Tres amigos. Una chica misteriosa. Fiestas. Diversión. Problemas. Muchos amores. Todo lo que un verano puede cambiar. Todo lo que ocurrirá aquí, en Bahía Verde.