5 · Ariel

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Cuando Sapnap sale de la furgoneta, Dream jura que se caga en sus putos muertos; gira la llave en el contacto para acallar el motor. Sobre su piel bailan reflejos rojos, luces rebotadas del llavero de corazón.

Y aunque piensa que George seguramente tenía razón, que tenían que haber atropellado al tío, Dream no quiere morir como un asesino. Ya ha cometido muchos pecados. No cree que esté preparado para el día del juicio final con sangre aún manchando su parachoques. No cuando no hay garantía de que un diluvio lo limpie todo. Además, un choque es lo último que necesita esta furgoneta: ya han tenido que enchufarla a otro coche por la batería, no hace falta empeorar la situación.

No es más que una escopeta. La clase de cosa que uno tiene colgada en la pared, que se usa para derribar a pájaros del cielo a corto rango. Si mantiene las distancias, no debería pasar nada.

Al menos eso es lo que se dice a sí mismo, con el asfalto raspándole las plantas de los pies y la camiseta pegándose a su espalda con el bochorno de la tarde. Le cae el sudor a gotas de la nariz, le baja por las sienes. Se le afloja un padrastro al tocarse las uñas; la piel arrancada le da un dolor punzante en el pulgar. Se muerde la lengua.

—¿Qué coño quieres? —dice en voz alta. Su voz resuena sobre el asfalto, rueda en la distancia hasta ser tragada por el vacío— ¿Dinero? El dinero ya no vale nada. —Su sentido de seguridad se disipa rápidamente cuando el hombre se acerca, siguiendo la línea de la carretera, como si fuera lo único que evita que se desvíe hacia la maleza.

Dream pega un respingo cuando siente la mano de George en su hombro, refrescante en ese calor infernal. Pero George no debería estar aquí fuera con él, porque Dream es el que conduce y además su altura lo hace más intimidante.

—¿Qué haces? —murmura, sintiendo el hielo extendiéndose por todas sus arterias, como si fuera a despertar con los dedos ennegrecidos del frío— Quédate dentro mejor, ¿eh?

—No voy a dejarte con esto tú solo, estúpido —dice George entre dientes.

—Gracias —dice mirando a George de reojo, su visión captando flashes de porcelana y luz de luna—. Pero no tiene sentido que terminemos los dos con una bala en las tripas.

—Bueno, si te disparan a ti, yo también quiero.

Y no tiene tiempo de descifrar qué coño significa eso. El hombre está hablando, más bajo que la voz en grito de Dream, porque se está acercando y ha bajado el arma para tratar con ellos. Alivia a Dream una pequeñísima cantidad. O sea, que no es efectivo en absoluto.

—¿Por qué habéis venido? —pregunta el hombre, moviendo los dedos que sujetan el arma. Dream sigue ocupado calculando la distancia entre ellos, pero se da cuenta de que ya no tiene mucho sentido porque se ha acercado tanto que ya distingue sus facciones. En vez de eso, empieza a contar los segundos que tardaría en volver a la puta furgoneta y pisar a fondo, llevándose a George consigo e interponiendo su propio cuerpo entre él y el arma de fuego.

Dream resopla con indignación. —Solo estamos conduciend...

—¿Adónde?

—¿Y a ti qué cojones te importa?

Calma, murmura George, reminiscente de sus puños golpeando la mejilla de Sapnap, su voz elevándose en furiosas mareas al verse al otro lado del cañón del rifle de su madre.

—Uno no conduce por aquí cuando el apocalipsis está a dos pasos —dice, con un aterrador dedo posado sobre el gatillo. Un movimiento y Dream podría ser reducido a nada, un cuerpo del que emanan ríos de sangre. Un halo espeluznante, marcando el lugar más lamentable en el que se puede morir, con el sol cayendo sin piedad sobre su cadáver y las moscas agrupándose en las comisuras de sus labios para alimentarse de su carne.

Katabasis | DreamnotfoundDonde viven las historias. Descúbrelo ahora