Siempre que abro los ojos, lo primero que veo es la luz de la alarma de mi teléfono en el medio de la oscuridad de la habitación. Antes de dormir lo dejo lejos para no verme en la tentación de apagar todas las alarmas y seguir durmiendo. No importa si no tengo sueño, el simple hecho de permanecer en la cama haciendo nada, con los ojos cerrados y contemplando mi música me parece mejor que cualquier otro plan.
Y está mal. Yo sé que está mal.
El cuerpo me pesa mil kilos y tardo unos buenos minutos en ponerme de pie. Siento que me vence, y por eso la ducha es mi primer destino antes de saludar al mundo con una sonrisa forzada. Contemplo mi cuerpo unos pocos minutos antes de sentir asco y prefiero dejar que el agua haga su trabajo. Me abrazo, sintiendo el gusto salado difuso entre tanta lluvia.
Trato de arreglarme lo mejor que mi poco interés me permite, mientras muchos pensamientos intrusivos parecen reflejarse en el espejo. Siento que mi cabello está mal, pero inmediatamente me respondo que nadie lo notará, ¿por qué lo harían?
Despierto a mi padre para viajar juntos, desayunamos y trato de pretender que todo está bien, que solo es una cara larga mañanera por no querer ir a ningún lado. Suelo justificarme con que haber ido toda la vida a una escuela en turno tarde y de pronto iniciar la universidad en turno mañana desacomodó un poco mi estructura despreocupada. También me hizo notar que los días son increíblemente largos.
Saludo a mi madre con un beso en la mejilla mientras duerme. A veces pienso que podría ser la última vez, y no quisiera haberme quedado con las ganas.
Salgo, el sol recién está saliendo y hace frío. Mis manos se sienten congeladas, entumecidas y de un color pálido que me hace lucir enferma. Me pongo guantes, quizás solo soy yo.
Al llegar saludo a mis compañeros. Se siente todo muy superficial, como todos los días, pero trato de sonreír para no incomodar a nadie. Miro a quien creo que es una amiga de oro, Rosa, una linda chica alta de rizos rojizos, hermosa por donde la viera e inteligente como nadie que haya conocido. Hay días que añoro ser ella, tan perfecta y con una vida casi sin preocupaciones. Los miro a todos, y me siento lejos.
Las clases pasan como otro año más y estoy muy perdida. Es la primera vez en mucho tiempo que fallo tanto, al punto de estar peligrosamente acostumbrada. Sé que recursaré asignaturas el año siguiente y ya no estaré en el mismo grupo que mis amigos de aquí. Me pregunto si mi situación les generará algo, aunque no debería provocarles nada.
Nos despedimos, y creo que este es el momento que más añoro que llegue en todo el día mientras espero el autobús.
Pero mi alma se siente un poco más triste y rota cuando primero llega el bus antes de que salga él. Me subo, paso mi tarjeta y me siento del lado de la ventana. Hay algo en mi vientre que punza y los pensamientos se vuelven cada vez más abrumadores. Cierro los ojos y suspiro.
—Qué linda universidad, ¿tú estudias ahí? Mi hijo se recibió en esta misma —me dice una señora.
Dejo mis pensamientos de costado para parecer un ser humano funcional, y entablo una conversación con esa mujer. Todo va regularmente bien hasta que me pregunta por mi niñez.
Siempre que alguien lo hace, siento una sonrisa formarse en mi cara de manera automática. No es algo habitual, incluso creo que es una temática que no cualquiera quiere o puede preguntar. No a todo el mundo le interesa y está perfecto.
Pero siempre creí que entender la niñez de alguien da mucha idea de cómo es esa persona en su mundo interno, y hasta puede dar pauta de la lógica en sus pensamientos.
—Tranquila —respondo monótonamente—. Como cualquier otro niño que ha crecido sin necesidades.
—Privilegiada —me dice la señora frente a mí, y en realidad no está equivocada—. Deberías estar muy agradecida.
—Lo estoy. —Toco el timbre del bus y me despido de esa mujer—. Es mi parada, gusto en conocerla.
—Ve con cuidado cielo, eres muy dulce.
Al bajar observo el bus marcharse un segundo y sigo con mi camino. No era la primera vez que una mujer mayor entablaba una conversación cualquiera conmigo, y también se lo agradecía. El viaje de regreso a casa me resultaba tremendamente triste y agotador.
En casa las paredes me consumen y las noto más oscuras. Quizás será por efecto del sol de una tarde que aparenta ser de las más lindas en mucho tiempo. Pienso en eso, en el sentimiento de querer salir a una plaza cualquiera y simplemente recostarme sobre el césped viendo las nubes pasar... pero cierro la puerta. No tengo planes, nunca los tengo.
Me encierro en mi habitación, abro la laptop y empiezo a plasmar las aristas de un mundo surreal en el que me encantaría vivir.
Sin pensarlo mucho, veo la oscuridad en el patio de casa y noto que se ha hecho de noche. Vuelvo al mundo real y pongo en orden los ambientes, menos mi habitación, antes de que lleguen mis padres. Preparo la cena, y al llegar tras unos breves saludos y un programa de televisión mediocre, vuelvo a esa cueva que parece cernirse sobre mí.
Me hago un bollo en el refugio de mis sábanas.
Inspiro hondo, otro día terminó, otra rutina sin fin.
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Ese veneno llamado amor
SaggisticaEs increíble pensar que alguien realmente puede morir de amor.