Era el principio de mi gran etapa, mi momento, mi turno, mi sueño ahora realidad.
Desde los 13 años de edad había estado soñando con este momento, y ahora con 24 años, era el momento de cumplir la promesa que me había hecho a mí misma; volar a U.S.A.
Estaba en el aeropuerto con los nervios a flor de piel, la piel erizada por pura emoción y algunas pequeñas dosis de agua salina rodando por mis mejillas y las de toda mi familia.
Al fin conseguí reunir el valor suficiente para separarme de ellos, de toda mi vida hasta ahora, pero no me iba sola, llevaba conmigo a mi confidente, mi amiga, mi prima Marina.
Les saludé por última vez en meses, pues el avión estaba a punto de despegar. Agarré mi maleta de ruedas y eché una mirada impaciente poco visible con el velo de lágrimas que tapaba mis ojos ahora rojos y emocionados para que acabase de despedirse de los suyos, que, al fin y al cabo, también eran los míos y consiguió entenderla (eso es lo que especialmente me gusta de ella, sabemos interpretar todas nuestras miradas, sonrisas y lágrimas) Se apresuró a despedirse de todos con dos besos. Se puso a mi lado, nos miramos mutuamente y dirigimos una sonrisa sincera a la familia.
Nos dimos la vuelta y entramos al avión que nos iba a conducir al que sería el mayor viaje de nuestras vidas.