Epílogo

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Un corazón distraído y una mente ocupada no extrañan a nadie, le habían dicho todos a quienes conoció. Desde que abandonó el hospital no había hecho más que trabajar hasta que su cabeza le exigía dolorosamente que parase esa tortura, y participar en cada curso, taller y seminario que se impartían en el lugar donde vivía y en cualquier sitio en el mundo. Gracias a su inteligencia y a su arduo trabajo se hizo de una cuantiosa fortuna que habría hecho desfallecer de envidia al hombre más rico de la nación. Sus ojos dorados no brillaron más, su corazón amable se cerró aun más y se volvió frío, su sonrisa se había ido a la basura desde hacía tanto tiempo que ya ni siquiera recordaba como sonreír. Lo único que conocía desde hacía tres años —que al día siguiente se convertirían en cuatro— era la palabra "trabajo".

— ¿Ya te vas? —preguntó la secretaria Kagome entrando a la oficina y dejando la documentación en el escritorio.

— No —respondió él sin dejar de ver su computadora—. Trabajaré hasta tarde hoy.

— ¿Otra vez? Vamos, Inuyasha, no te exijas a ti mismo más de lo que puede dar.

— Descuida. Estoy bien —levantó la vista y la miró—. Puedes irte.

La joven agradeció y se marchó dejando al jefe solo otra vez.

Él echó un rápido vistazo al reloj de su escritorio y le pareció temprano, así que continuó con su labor. El diseño tenía que ser perfecto, no podía equivocarse y, si por pura casualidad cometiese un error, lo borraba todo y lo iniciaba desde el principio. Ese era el único modo en que podía mantener vivo ese recuerdo en su corazón: repasándolo una y otra vez. Suspiró. Lo mismo le habría gustado hacer con su vida. Se concentró en el dibujo a cuyos ojos debía dar color. Revisó la paleta y ninguno de ellos le pareció suficientemente real. No importaba cuánto buscase, todas aquellas tonalidades resultaban opacas, débiles y tristes, en comparación con lo que inútilmente intentaba hallar.

— ¡¿Cómo es posible que entre tantos matices de café no exista uno solo que le haga justicia al color de sus ojos?! —exclamó golpeando el escritorio con su mano.

Continuó buscando el color exacto por largo tiempo. Al final, dejó de buscar y sólo clavó los ojos en aquel retrato que tenía al frente. Sí, era así como la recordaba. El sonido del reloj marcando las once de la noche lo sacó de sus cavilaciones.

— Un poco más —murmuró al darse cuenta de lo tarde que era.

Dejaría el color de los ojos para luego, cuando no se sintiera tan alterado, cuando su mente no estuviese tan perturbada y cuando desapareciera el velo de lágrimas que cubría sus ojos. No podía evitarlo. Siempre que esa imagen aparecía en su mente, su corazón dolía como un loco, como si volviera a vivir el horrible momento en que su mujer amada le fue arrebatada de las manos y eso le hacía llorar. 

Dejó fluir sus lágrimas y cubrió su rostro con sus dedos temblorosos, intentando parar su llanto. La extrañaba hasta la muerte, extrañaba su sonrisa inocente, su mente curiosa, sus preguntas extrañas y sus ojos cafés profundos de los cuales no se había olvidado ni por un segundo. Y se sintió mucho peor sabiendo que no podría volver a verla jamás.

— Suficiente.

Se secó las lágrimas, tomó su portátil, la guardó en su mochila y salió de su despacho como lo hacía siempre, con los labios apretados en una fina línea. Desde el último piso de la Plataforma Multilaboral, descendió en ascensor hasta la planta baja donde saludó al guardia, un hombre mayor que se mostraba amigable con él.

—¿Ha llorado usted otra vez, señor? —interrogó el hombre en tono paternal.

— Como todos los días —torció los labios intentando no sonar tan nostálgico.

Sueños que son amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora