Cruz.

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"¡Admíralo, dale las gracias!" Murmuran para mí en un tono casi exigente, mientras el fuerte olor a incienso de olíbano me llena y adormece.

"¡Pero míralo a él! ¿no ves que a eso vinimos?" nuevamente es un llamado de atención, y obedezco porque así dice la ley. Espero encontrar un ser de luz que me transmita paz, pero en cambio yace frente a mi ser un hombre ensangrentado con una traumática mueca de dolor, con heridas de escocer, y es como si sintiera todas las injurias plasmadas en aquella pobre estatua con un letrero que se burla de un tal rey.

Ellos notan que no puedo, mi estómago no da para esto, pero en lugar de dejarme ir, se me pide quedarme a verle sufrir.

"Respétalo, lo hizo por ti"
"¿Por mí? ¡Yo jamás le pediría algo así!"
"Pero así te salvó, y ahora por eso debes estar aquí"

No se me permite decir algo más, además de Dios, a ellos les debo honrar. Aún así no entiendo, no veo la belleza que ven en tanta crueldad, ni el sentido que tiene creer que eso es amar, pero mi temor es tan grande que no me atrevo a cuestionar.

La culpa fácilmente creció, al igual que el dolor y el pecado que me causa tanto temor. No quiero que quede en vano la tortura a ese señor, así que vivo una vida que me genera ansiedad y depresión.

Ahora ir a la iglesia es una humillación.

❀𝕰𝖘𝖈𝖗𝖎𝖙𝖔𝖘.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora