La puerta se abrió al fin cuando dejó de llover; el vaquero entró
al patio y una voz cantarina dijo:
—¿Por qué no entraba si tanto lo estaba llamando?
—Disculpe usté, señorita –repuso él como si le hubieran dado
un golpe en la cara–. La tormenta no me dejó escuchar. Yo pensé que antes usté le preguntaba a su mamita...
La joven contuvo un respingo y dijo:
—Sí, claro. Mi mami dijo que lo haga pasar.
—¿Podría hablar con ella? Me llamo Ovidio Luna y ando buscando trabajo.
La joven respondió con una sonrisa. El vaquero sintió el barro en sus pies, aflojando la cincha del caballo siguió:
—Digo, si tal vez les interesara un peón pa que siembre o desyerbe las chacras. La tierra está en su punto.
—Mi mami está pues medio delicada –dijo ella–. Tal vez si pudiera volver otro día...
—Cómo no, pero de repente... ¿por qué no le pregunta?
Ella iba a negarse, de pronto se oyó un trueno y volvió la lluvia con más fuerza, Ovidio se sujetó el sombrero y el caballo retrocedió hasta chocar con el horcón. Jacinta gritó y cayó sentada sobre el maíz del troje en la esquina del corredor. Ovidio se acercó para ayudarla a levantarse. Los ojos asustados miraban hacia la puerta.
¿Venía la madre? No, la puerta seguía quieta.
—Allá, allá –dijo al fin la joven–, su caballo en las flores; ahora sí mi mami me da una cuera...
Ovidio salió al patio, tropezó con una piedra y se agarró del palo de la tranca. Agua y sombras grises, tocó un cuerpo peludo y recibió una patada en la rodilla, al caer al barro tuvo la suerte de apoyar la mano en el extremo de las riendas y condujo al caballo hacia el corredor, en cuyo horcón lo amarró. Se sacó el sombrero y el poncho y los colgó en un listón del techo. Entretanto Jacinta
había desaparecido; el vaquero se limpió la cara y se sentó en el
banco de adobes.
CONTINUARÁ