Paredes blancas. Olor a limpio. Se parece a mi actual hogar. ¿Ironía? Puede ser.
—Disculpe, ¿puede decirnos en qué habitación se encuentra Daniel López Cuevas? —le pregunta mi hermana a la recepcionista del hospital.
—Habitación 136 —responde ésta tras mirarlo en su ordenador.
—Gracias —responde Lydia con cara de preocupación total.
Nos dirigimos rápidamente pasillo recto, pendientes de dónde debíamos parar.
—136. Creo que es esta —digo señalando un pequeño cartel que indica el número de cuarto.
Mi hermana entra sin llamar antes a la puerta, y yo voy tras ella cerrando tras de mí.
—Ay, Dios, papá —oigo suspirar a Lydia mientras mi mano suelta el pomo dorado.
Cuando me giro, un pinchazo amenaza a mi estómago. Mis ojos observan a un señor mayor delgaducho y con ojeras. Tiene las mejillas hacia dentro y no tiene buen color. Sus manos arrugadas descansan tranquilas sobre su regazo. Ese es mi padre.
—Hola, Jacobo —pronuncia con una voz exageradamente ronca.
No me veo capaz de responderle, ni de sonreírle siquiera, así que miro a mi hermana en señal de que hable ella.
—¿Cómo estás, papá? ¿Qué te ha pasado?
—Una recaída, mi niña. No es nada, ya estoy bien.
—Pero, ¿cómo que no es nada? Te han ingresado. Podrías incluso haber muerto.
Daniel le acaricia las manos a su hija con las suyas y le sonríe tristemente.
—Lo importante es que estoy bien. Además, yo tengo que morir antes que tú.
Lydia le pone ojos llorosos y frunce los labios. Creo que hay algo que no me han contado.
—Siéntate, hijo. Ponte cómodo —me ofrece el paciente —. Tu hermana me ha hablado mucho de ti. Bueno, mucho no, porque ella tampoco te conocía, pero algo me ha contado. Tengo la esperanza de que tú me cuentes algo más.
No soy capaz de no ablandarme ante aquel dulce anciano, así que me decido a hablarle de una vez.
—¿Por qué nos abandonaste? —son las únicas palabras que puedo articular. A Daniel se le borra la sonrisa y mi hermana me mira con cara de circunstancias. Pero me da igual —. ¿Por qué te metiste en las drogas?
—Por aquel tiempo yo era muy joven —empieza a relatar —. Las drogas, bueno, empezó como un juego con los colegas. Tantas charlas en el colegio no servían de nada: con tal de divertirnos y sentirnos guays, hacíamos lo que fuera. Al principio era una tontería. Hasta que dejó de serlo. Un día, en una fiesta, tu madre y yo bebimos mucho y, nueve meses más tarde, naciste tú. Decidimos que era nuestra responsabilidad cuidarte. Fue el peor año de nuestras vidas. Cada vez nos drogábamos más para soportar a un bebé siendo adolescentes. En una pelea tonta, nos volvimos a descuidar y te concebimos a ti, Lydia. Dos bebés eran demasiados, pero vuestra madre era incapaz de abortar. Perdió mucha sangre en el parto y murió irremediablemente. Yo no podía hacerme cargo de vosotros, y mis padres no respondían de mis actos, así que os di en adopción. Desde ese momento, mi vida ha ido empeorando, al igual que yo. Cuando me llamaron los del orfanato para que contactara con mi hija, vi la luz de nuevo. Lo siento, hijos míos. Pero seguro que vuestros padres adoptivos os han cuidado mucho mejor de lo que yo lo habría hecho.
Prefiero no comentarle que yo nunca he tenido padres adoptivos, porque con tener ahora el biológico me es suficiente. Lo más importante es olvidar el rencor que tengo a mi infancia y empezar a vivir felizmente mi madurez.
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LA HISTORIA DE LA POSITIVIDAD
Non-FictionSiempre se puede empezar de cero. No lo olvidéis nunca.