Capítulo 2. Soledad

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Máximo cayó con la fuerza del inmenso peso que ahora descansaba sobre sus hombros. La sensación le recorrió la espalda como un latigazo, y su piel se convirtió, de pronto, en hielo.

Entonces dejó de caer. Su cuerpo quedó suspendido en un estado donde no existía nada. Abrió los ojos; ante sí se extendía sólo una inmensidad azul difusa. No había ruido, no había gente, no existía más que la tranquilidad absoluta, y en ella quedó inmerso...

Habiendo agotado sus últimas reservas, sus pulmones demandaron auxilio y el anciano emergió como un hombre renovado. Se talló los ojos, que no toleraban demasiado estar sumergidos en el agua con cloro, y ante él apareció nuevamente el mundo al que, inevitablemente, tenía que volver.

Los muros que resguardaban la alberca ofrecían la privacidad que buscaba. Recuperado el aliento, Máximo se revolvió en el agua y comenzó a nadar. De extremo a extremo fue y volvió hasta perder la cuenta. Los brazos le pesaban, la espalda se estiraba toda, pero sus piernas se llevaban la peor parte, con los chamorros que le ardían, pese a lo helado del agua, casi que se le acalambraban.

Cuando le costó más mantener el cuerpo erguido y su abdomen empezaba a doblarse, cuando los pies se le hundían más de la cuenta y la velocidad disminuía pese a seguir pataleando, el viejo descubrió que en su rostro había una sonrisa. Desde la nada, o desde el todo, una increíble cantidad de energía se inyectó en sus venas. No dejaba de doler, ni de ser difícil el movimiento, pero su interior se llenó de la sustancia que le permitió sobreponerse a aquello y más.

Como un barco que se esfuerza por alcanzar el puerto tras una tempestad, así Máximo se ladeaba y hundía, pero avanzó hasta el borde.

Cuando sus dedos tocaron el áspero concreto de la orilla, dispuesto a celebrar como estaba, la inspiración le duró poco tiempo porque la punta de un zapato fino casi le aplasta la mano.

-Ni una semana de ser nombrado y ya estás perdiendo el tiempo -dijo la mujer dueña del zapato, con voz severa.

-Señora, también me alegra la mañana verla aquí -respondió Máximo, agitado.

-No tengo la intención de demorarme mucho contigo. Sólo vine a hacerte unas preguntas, y tú contestarás -sentenció ella, dándose la vuelta y dirigiéndose a las gradas cercanas-. En cuanto a tu sarcasmo, no hace falta que te diga dónde meterlo.

Mordiéndose el labio sin que se desvaneciera su sonrisa, el anciano se aproximó a la escalera metálica. Su tiempo en la alberca había alcanzado su fin. Y, pese a esto, tenía la sensación de que lo divertido estaba por comenzar.

-Iré al grano con lo más importante. ¿Qué planeas...?

La expresión que se apoderó del rostro señorial de ella no tenía precio: mil emociones se disputaron por ser la que emergiera y ninguna lo consiguió.

-¿Qué pasa, señora? -preguntó Máximo, apenas pudiendo contener una sonrisa mientras salía del agua-.¿No tenías una pregunta importante que hacerme?

La mujer, en toda su magnanimidad y gloria, tenía dificultad para encontrar las palabras. Cada que una frase parecía a punto de emerger de su boca, lo que veía frente a sí se la arrancaba de nuevo.

-¡Ya vístete, por el amor de Dios! -gritó Laura, procurando desviar la mirada-. ¡Eres un anciano, ten un poco de decencia!

Inevitable fue soltar una risilla. No sólo para él, sino para las dos mujeres que los acompañaban en la zona de natación, una de las cuales, elegante, con saco, falda y tacones, le extendió una toalla a Máximo.

-¡Y tienes el descaro de obligarlas a que te observen mientras te exhibes! -continuó Laura en su arranque de indignación-. Porqué mi hijo tuvo a un hombre con tus fetiches en tan alta estima es algo que nunca entenderé...

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⏰ Última actualización: May 05 ⏰

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