Capítulo 1. La Esperanza

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¿Qué hace grande a un pueblo, un país, una nación?

Esta pregunta guiaba su reflexión, desde una silla puesta al borde del tejado, en esta larga noche.

Para el anciano, el insomnio resultaba una vieja compañía; no grata, pero sí bienvenida. El viento que de cuando en cuando llegaba, con el escalofrío que le acompañaba, así como el café caliente en un termo a su costado y un cigarrillo sin encender en la boca, eran las sensaciones que contrarrestaban el sueño, mientras que la lámpara en su cabeza le permitía leer en medio de la penumbra.

Su vista y su mente, sin embargo, tenían un límite. Supo que lo alcanzó cuando leyó tres veces el mismo párrafo sin retener nada de lo que decía. Cerró los ojos y los talló con delicadeza, para darles algo de alivio. Vació el termo de un trago y guardó el tabaco de vuelta en la cajetilla, que estaba casi entera.

Un resplandor a lo lejos lo deslumbró por un instante: El sol en el horizonte se asomaba.

Esto sacó una sonrisa en el anciano.

—Me ganaste de nuevo, ¿eh? —pensó en voz alta.

Apagó la agotada lucecilla que alumbró su lectura durante horas. Estaba por tomar sus cosas y bajar a su departamento, pero se detuvo a contemplar la ciudad que clareaba. Rascacielos, vecindades, monumentos, palacios de tantas índoles, casuchas grises amontonadas a las orillas de la ciudad, en los cerros que encerraban el valle, todo ello alcanzó a vislumbrar. Mas aquello en lo que detuvo la mirada estaba en el centro de la ciudad.

La Catedral siempre servía de referencia, con su par de altos campanarios. Pero el Palacio Imperial a un lado, casi tan añejo como el país mismo, era el verdadero objetivo del anciano.

Por unos momentos, esa imagen siempre conseguía calentarle el corazón. A veces, como ahora, incluso algunas lágrimas se acumulaban en sus párpados. Y la imagen de un joven remataba su racha de melancolía.

—Ay, muchacho... —soltó en un suspiro mientras recogía sus cosas, negando con la cabeza y sin quitarse la sonrisa de la boca.

De vuelta en su departamento, dejó caer la silla plegable y el termo sobre el sillón a la entrada; la lámpara fue a dar en el escritorio, y el libro, de vuelta en su lugar en el librero. Hecho esto, el anciano apenas llegó a la cama arrastrando los pies y cayó sobre el colchón que durante años lo había soportado. Tras cambiarse a su ropa de noche, la almohada engulló su cabeza en lo que se antojaba como la promesa de un gran y largo descanso.

Campanas. Su intenso repiqueteo resonó entre las paredes del departamento. En su cuerpo no hubo reacción, mas en la mente del viejo se desató el caos.

<<¡Malditos fanáticos religiosos que no dejan a la gente decente descansar!>>, pensó.

Pero el repicar sólo se hizo más incesante. Otras entonaciones se unieron a la primera, hasta que un coro se alzó por la ciudad.

Era raro, incluso para un domingo. Se levantó de nuevo y fue hasta la ventana. Algunas cabezas se asomaban, aparentemente igual de perdidas que él.

Un fuerte golpe. El anciano desvió la mirada hacia su puerta, poniendo los ojos en blanco.

—Hoy no —dijo y simplemente regresó a su cama, convencido de que la curiosidad no valía prolongar más el desvelo.

Pero el golpeteo no se detuvo. Incluso aumentó. Era como un martilleo que le perforaba la conciencia. Al cabo de un minuto o dos, sus pies encontraron nuevamente el piso de madera y se arrastraron hasta la entrada.

—¡No me interesa lo que tengan que...! —dijo nomás abrió la puerta.

Lo que halló, sin embargo, no eran vendedores errantes ni señoras prodigando a su dios por dinero. Dos figuras como moles, un hombre y una mujer, trajeados de negro, fue la imagen que lo recibió.

El sueño del emperadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora