Parte 5: Los Remedios De La Framacia

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Me sorprendía que mi ti, habiendo leído tantos libros, fuera incapaz de sumar y restar.

-Mira sobrino –me explico sin muchas ganas-: un hombre informado no es un sabelotodo. Soy pésimo en matemáticas, deportes, reparación de aparatos, conducción de vehículos y búsqueda de yogures en el refrigerador; por no hablar de geografía, que nunca se me ha facilitado. Si me dejes en África y me pidieras que fuera a Rusia, acabaría en Toluca. El único mapa que domino es el de esta casa y con eso tengo bastante.

Su manera de acercarse al conocimiento me parecía tan rara que le pregunté:

-¿Fuiste a la escuela?

-Estudié en forma normal y aburrida hasta los 14 años, luego mi padre me heredó esta biblioteca y me puse a leer en desorden. Nunca fui un buen alumno, me desespera estudiar por obligación.

-A mí también –le dije.

-Eso sí, respeto mucho las cosas que ignoro. En esta biblioteca hay libros magníficos de temas que no me interesan. El ejército me cae mal y las guerras me causan vómito verde. Sin embargo, es necesario que se estudien. Si alguien quiere saber lo que el hombre he hecho para encajarse espadas o volar por los aires con explosivos, pueden consultar mis secciones: "Grandes Generales", "Estrategias de muerte", "        Invasiones a Rusia en Invierno", " Batallas que terminaron en empate", "Perdedores Heroicos" y "Vencedores que huyeron", entre otras que ahora no recuerdo.

-Si eres tan malo para matemáticas, ¿Cómo lo haces para sumar?

-Esta casa cuenta con cuarenta dedos básicos: los míos y los de Eufrosia, cuando los pies y las manos. Eso resuelve las sumas y las restas más urgentes. Cuando el tema se pone más científico, salimos a la calle y le pedimos a alguien que nos preste sus dedos o que nos haga la suma. En casos francamente terribles, le hablo al director de la Facultad de Matemáticas, que es muy amigo mío. Una vez le pedí que me revisara la cuenta del supermercado y se sorprendió que se lo vende a mitad de precio, un famoso inventor que vive en un rancho o algo así. Pero ya me perdí, ¿de que hablábamos?

-Decías que uno sabia no tiene que saberlo todo.

-En efecto, ya te dije que cada libro escoge a su lector. A mí nunca me han buscado los libros con números o fórmulas químicas. Si tuviera que calificarme a mí mismo, me pondría estas notas:

Matemáticas: cero.

Química: cero

Geografía: cero.

Historia: cero.

Deportes: cero.

Mitología e historias de héroes imaginarios: diez.

Idiomas: diez.

Chismes de hombres famosos: diez.

Ortografía: diez.

El tío tito se relacionaba de manera muy exagerada con el conocimiento: sabía mucho de unas cosas y nada de otras.

-¿Sabes cuál es el verdadero problema del hombre? –acercó sus ojos a mí, redondos como pelotas de ping-pong.

No me lo dijo porque una vez más insistió ganas de orinar.

Cuando regresó, tuve que recordarle de que estábamos hablando.

-Ah sí. El hombre tiene toda clase de problemas, pero hay uno que me interesa mucho: no sabe medirse a sí mismo. Un sastre interior –se metió un lápiz a la oreja, se rasco con fuerza y siguió hablando-: las calificaciones son como el meno en un restaurante. Las matemáticas se me antojan tan poco el puré de zanahorias. Merezco un  cero en el tema. Como ves hay algunas cosas en que no estoy mal: sé muchos mitos y leyendas, lo suficiente de historia y hablo doce lenguas, incluyendo vivas, las muertas y las enfermas. Pero eso no quiere decir mucho. Las verdaderas calificaciones deberían ser éstas:

La  vida de  JuanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora