Su arte era todo lo que estaba bien, ¿o no?
Con la pequeña aguja atravesó la tela morada, el hilo pasó a través de ella con majestuosa tranquilidad. Recordó algo que había leído una vez: el color morado, en la antigüedad, sólo era utilizado por reyes y personas de la élite. Tal vez por eso ellos habían elegido ese color.
Era complicado encontrar una tela que replicase aquella tonalidad específica, pero nada que una ardua búsqueda no pudiese brindarle. Había estado dos meses y una noche buscando el tono perfecto; le había tomado fotos al dueño del traje, que combinaba con su cabello rosado, y finalmente había encontrado la tela ideal. Un algodón suave, de un morado perfecto.
Había sido un poco caro, pero ¿no valía la pena?
Fatei suspiró. Se mordió el labio cuando pinchó por accidente su dedo índice y limpió la gota de sangre rápidamente, no quería que el carmesí arruinara su creación perfecta, que todavía estaba en proceso.
O bueno, no era del todo su creación. Pero era una réplica idéntica.
Era un trabajo de puta madre. ¿Y lo mejor? Los créditos eran todos para ella.
Fatei continuó cosiendo la delicada tela, pensando en cómo había surgido aquella pequeña idea en su cabeza. Hace no muchos meses, cuando se había equivocado de vecindario y por error había ido a un restaurante que en realidad era una notable fachada, se había encontrado con ocho delicados rostros que llamaron su atención.
Uno llevaba el cabello largo y plateado, otro lo caracterizaba una irregular cicatriz que le partía el ojo izquierdo. Al tercer individuo lo invadía una cicatriz también, más regular y recta que caía en su ojo derecho. El cuarto estiraba las particulares marcas en sus comisuras cuando sonreía ampliamente, el quinto parecía enfurecido y su altura abrumaba. El sexto y el séptimo parecían ir en un combo: ambos llevaban el cabello de dos tonalidades de morado, uno lo tenía más largo que el otro, y su expresión parecía cansina.
El octavo y el más peculiar, sólo llevaba el peso de la vida y el mal dormir en sus ojos caídos. Ojeras, palidez y un rostro carente de cualquier expresión, eran los ornamentos de su apariencia.
Fatei se sintió fascinada por el caleidoscopio de colores que vibraba entre ellos.
Cada uno cargaba su propio estilo de vestir y calzar, y seguro que cada uno le agregaba un sabor distinto a su personalidad; ella realizó un pequeño perfil mental mientras se perdía en sus rostros hermosos. El de cabello plateado se veía como un contador, seguro era el de las finanzas; los de cabello morado y casi rosado, seguro eran los juglares del peculiar grupo, se divertían vaya a saber cómo o con qué, pero seguro más que los otros.
Los tres que llevaban las cicatrices eran una combinación letal en su cabeza. De seguro eran los verdugos en alguna clase de mal que, en ese momento, ella desconocía; porque además de verlo en las expresiones caóticas del de las marcas en la boca, también lo había visto impreso en las gotas de sangre adornando la ropa del de la cicatriz recta en el ojo.
El alto era peligroso, sus músculos amenazaban con romper el traje claro y su rostro enfurecido tenía toda la pinta de pertenecer a alguien volátil. Seguro que no controlaba sus emociones, y podía romperle los huesos a alguien con facilidad. Y el hombre de las ojeras… de seguro era el peor; porque una vida tan pesada sólo podía significar un presente tan horrible. Fatei no le dio más rienda suelta a sus pensamientos en aquel momento.
Se había quedado mesmerizada por el cóctel de sabores que rondaba el aire. Los hombres ni siquiera habían reparado en ella; pues no había llegado a cruzar la puerta principal cuando los vio, sentados alrededor de una enorme mesa redonda, discutiendo algo que ella no podía escuchar.
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EL ARTISTA DE BONTEN || TOKYO REVENGERS
Fiksi PenggemarLos locos son los que mejor saben amar