Parte 1

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La oscuridad de la noche se asentaba poco a poco sobre los caminos, húmedos y solitarios, con el olor de la lluvia y haciéndose cada vez más presente, anunciando la pronta llegada del otoño.

Los pasos apresurados de una mujer irrumpen en el coro de los grillos y las cigarras, pisando descuidadamente las hojas secas caídas. Con la brisa nocturna sobre la piel de su rostro, miraba de un lado a otro de vez en cuando, sin poder evitar sentirse observada y perseguida. Las primeras gotas de lluvia empezaron a caer. Le dolía tener que dejar su hogar, su familia y su anterior vida, pero no podía volver atrás. No podía permitirse el mirar atrás, porque eso la destrozaría. Ahora tenía que hacer una nueva vida, no solo por ella, sino también por el hijo que esperaba. 

Tuvo que irse de manera repentina, sin siquiera poder despedirse. Sin dinero, sin comida, apenas con unas cuantas ropas. Miró el papel que tenía en sus manos y lo tomó con fuerza. Aquella carta era lo único, lo último, que le quedaba. 

Se plantó frente a una puerta de madera, robusta y áspera, y empezó a tocar con ímpetu. Momentos después, esta se abrió, dejando a ver a un hombre alrededor de los 40 años, en una túnica verde oliva oscura con una mirada inquisitiva y el ceño fruncido, observando a la joven frente a él.

—¿En qué puedo ayudarle? —aunque estaba algo molesto por la hora de llegada de la extraña, tuvo curiosidad por la persona frente a él.

—Discúlpeme, ¿es usted el monje Ming-Shi? —Preguntó la muchacha con la respiración agitada y el corazón en la boca. El hombre asintió, ahora aún más curioso por la situación. La joven le entregó la carta y empezó a leer, reconociendo la letra de su viejo amigo de forma inmediata. Cuando terminó de leer, alzó la mirada y miró sorprendido a la joven muchacha. Miró sus ojos azulados adoloridos, su rostro pálido enrojecido y algo hinchado junto al temblor que le recorría todo el cuerpo. Su mirada se ablandó y la dejó pasar, aún impactado por lo que había leído. 

—¿Cómo te llamas? —Le preguntó mientras cerraba la puerta tras de ellos.

—Chiyo, solo Chiyo.

Unos meses después, el invierno había llegado. La nieve cubría las montañas, escondía las piedras del suelo y pintaba un paisaje blanco por todo el valle y la montaña. Ese invierno fue, en palabras del mismo monje, especialmente largo y helado. 

La nieve había dejado al pueblo aislado, bloqueando las rutas comerciales y cualquier camino que llevara hacia otros lugares. La gente apenas podía valerse de sus propias provisiones, comiendo arroz y carne seca, intentando mantenerse calientes dentro de sus pequeñas casas. Nada llegaba, nada salía. 

Fue entonces cuando una repentina punzada se hizo presente en el bajo vientre de la muchacha, mientras ella y el monje buscaban leña. Las ramas que sostenía cayeron al suelo y ella tuvo que apoyarse sobre un árbol. Espero unos momentos, momentos que se le hicieron eternos llenos de tensión y silencio, cuando sintió un líquido bajar y humedecer sus ropas. Su mirada se cruzó con la de Ming-Shi, que se acercó con rapidez a auxiliarla.

Se apresuraron a bajar la colina nevada. Chiyo se quedó en el hogar del monje, mientras este fue a buscar a la partera al pueblo, rezando porque esta estuviera allí. 

Sola y expectante a la llegada del monje junto a la partera, Chiyo empezó a sentirse nerviosa y ansiosa. Pasaron minutos, podría decir que incluso horas, hasta que escuchó llegar al hombre con el que vivía. Pasó a su habitación, acompañado de una señora algo mayor, de baja estatura, jorobada, de cabello tan blanco como la nieve y manos largas y huesudas. 

La mujer de manos huesudas la revisó, y anunció que el parto ya había empezado. Las horas pasaban, las contracciones eran cada vez más frecuentes y dolorosas, haciendo que los gritos de dolor de la joven llenaran todo el lugar. En un momento, la señora mayor sacó una bolsa que dentro contenía "hierbas medicinales", algo llamado opio, para disminuir el dolor, encendiéndolas en fuego que se redujo a pequeñas brasas carmines que consumían la medicina. Pronto el lugar quedó sumido en una neblina espesa y olor extraño, llevando a los dolores de la muchacha lejos de ella. Chiyo sentía su conciencia perderse entre aquel humo y tuvo miedo de desmayarse. Pese a eso, se sintió más relajada, como si el dolor estuviera en otro cuerpo aparte, que no le correspondía. Todo se hizo borroso y difuso, difícil de seguir entre aquella pared espesa.

A Orillas del Río RojoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora