La primera batalla contra Kinzoku había empezado.
—¡A la carga! —Exclamó el general de la Provincia del Este, seguido de los gritos de guerra de los soldados.
El sonido metálico de las espadas chocando entre ellas llenó el lugar, junto con gruñidos, insultos y clamores moribundos de los que resultaban heridos en el furor de la batalla. El ambiente era violento, salvaje, hostil. Jiro sentía su sangre correr por sus venas con rapidez y su corazón latir con violencia. No pasó mucho tiempo hasta que un enemigo lo atacó, blandiendo su espada directo hacia él. Jiro bloqueaba sus ataques como podía y tan rápido como pudo contraatacó, haciendo un corte profundo en el pecho de su enemigo.
Y así como llegó ese hombre, llegó otro y otro y otro más.
Más violento, más rápido, más despiadado. Mientras más tiempo pasaba, aquel campo de batalla era cada vez más impetuosa y tormentosa.
El olor de la sangre llenaba sus fosas nasales, los gritos y alaridos invadían su mente sin poder evadirlos, siendo tan fuertes que le impedían pensar en otra cosa más que en defenderse. A más tiempo pasaba, más se desesperaba, asfixiándose en aquel santuario de muerte infernal.
Se encontró a sí mismo gritando, gruñendo, cortando, destrozando. Los golpes que recibía, los cortes que no podía detener, el dolor en su cuerpo y garganta, junto al sabor metálico de la sangre en su boca —en este punto sin saber si eran sus cuerdas vocales sangrando o salpicaduras que chocaban y bajaban por su rostro— todo, en su conjunto, lo estaban volviendo loco. Su mente estaba completamente dominada por el férvido deseo de luchar, de seguir vivo. Cortaba el cuerpo de sus enemigos a la vez que ellos intentaban hacerle lo mismo, veía a su alrededor cuerpos desmembrados, gente gritando, blandiendo espadas, manchando la tierra con sangre.
Cortar, esquivar, atacar, defenderse. Cortar, derramar, matar. El ambiente estaba teñido de rojo, no importaba a dónde miraras.
Jiro solo tenía un pensamiento en su mente mezclado con la emoción iracunda y agitación de la batalla. Tenía que volver a casa. Sin importar qué, no podía dejar que aquellas lanzas y espadas lo atravesaran. El ferviente deseo por seguir vivo lo poseyó, moviéndolo y cegándolo. Debía volver a casa, a su pueblo, a su hogar. Debía salir con vida de ese lugar tan horrible. No peleaba por el rey, ni por su honor.
Peleaba porque no quería morir.
Peleaba porque quería vivir.
—¡No me mates! ¡Te lo imploro! —Un grito suplicante lo golpeó en su conciencia.
Buscó de dónde venía aquella súplica desesperada, bajando su mirada encontrándose con la imagen de un hombre en el suelo, sin su brazo derecho, con los ojos atormentados. Jiro se horrorizó al verlo. El hombre lloraba tanto como sangraba, mientras le pedía misericordia. Se encontró a sí mismo con las manos llenas de sangre, las ropas manchadas y su espada en alto, congelada en el sitio, sin poder despegar su mirada de aquel hombre destrozado. Dio un paso hacia atrás, sofocado por la imagen sangrienta y despiadada de sí mismo. ¿Él lo había hecho? Sí, lo había hecho, y quién sabe a cuantos más. Lo hizo en un estado colérico rodeado de violencia desmedida, que le había consumido casi por completo.
El hombre se arrastraba, tratando de escapar, mientras con su brazo restante sacudía su espada con vehemencia, gritando a la vez que sollozaba. Jiro se quedó absorto por aquella imagen, sin poder decir nada y sintiéndose incapaz de moverse y matarlo, sintiéndose incapaz incluso de apartar su mirada.
—¡Detrás de ti! —La voz de Kazuya resonó en sus oídos cuando recibió una fuerte patada en su espalda baja, que lo hizo caer al suelo húmedo y lodoso. Entonces se giró, encontrando la filosa hoja ensangrentada dirigiéndose directo hacia él.
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A Orillas del Río Rojo
FantasyUn río infinito, que fluye sin cesar, vida infinita. En un país donde la paz pende de una cuerda floja, un niño crece escondido dentro de los límites de una pequeña aldea, contando sólo con el cuidado de un monje y su madre. La paz en su pequeño pue...