Viento hostil golpea su rostro, agitando con fiereza su cabello, empujándolo e impidiéndole avanzar. No puede ver con claridad, la nieve se lo impide.
El frío entumece sus manos, sus brazos, sus extremidades. Su cuerpo entero se estremece con violencia, no sabe bien si por el frío o por ese peso en su pecho que le llena de terror. Terror, frío; frío, helado, no sabe por qué, desconoce la razón de su sentir. Confusión: porque no sabe ni a dónde va ni a dónde se dirige. Se encuentra solo en un remolino de hielo, duda, terror y agobio, que lo hace estremecerse de pies a cabeza. Un sabor amargo se instaura en su alma, frustrada y confundida. Oh, pobre alma en desgracia. Oh, pobre voluntad desorientada.
Entonces cae abruptamente sobre la arena helada blanquecina. No puede moverse, no siente ni sus piernas, ni sus brazos ni sus manos. Sus piernas se paralizaron y sus dedos se congelaron y cayeron como témpanos de hielo de sus manos; Aún así, su consciencia sigue despierta. Jiro siente su propia sangre fluir con dificultad; Siente como esta poco a poco se congela, clavando agujas de hilo rojizo en sus arterias, en sus venas, en su carne y en su corazón, de manera lenta y espantosamente dolorosa.
También siente su rostro congelarse y quemarse al contacto con la nieve, que a medida que pasan los segundos, lo va cubriendo y escondiendo, enterrándole vivo.
De repente, la tormenta blanquecina se detiene. El tiempo se detiene.
Escucha una voz a lo lejos, y solo eso se instaura dentro de su mente. Un invasor que bloquea sus sentidos, sus pensamientos, su dolor. Una voz suave, dulce y envolvente, que cada vez se hace más clara y agradable.
Era como la antítesis de su invierno infernal; un canto cálido, aterciopelado, que lo abrazaba con delicadeza infinita y calmaba su atormentada alma, dejándola adormilada, relajada, en una paz que no había sentido en mucho tiempo.
Cerró entonces sus ojos cielo, dejándose llevar por aquella melodía tan tranquilizadora. Cerró los ojos y dejó de sentir el frío, el suelo helado, las agujas en su corazón. No sentía su cuerpo, ni nada alrededor. Flotaba, ligero y despreocupado. Dejó que aquella melodía lo envolviera por completo y deseó que lo consumiera por completo.
Entonces, tan repentinamente como había llegado, la melodía se había ido.
Y tan pronto como se detuvo, abrió los ojos, devuelta a la realidad, sin nieve, ni tormentas, ni agujas en sus venas. Movió sus dedos, y descubrió que no se habían caído. Su corazón seguía latiendo y su pecho subía y bajaba según inhalaba y exhalaba.
Su vista volvía a dejar de ser borrosa, encontrándose en un lugar que desconocía.
"¿Dónde estoy?" Se preguntó, mientras observaba con detenimiento las paredes y techo de madera, y la cama de paja en la que hasta hace un momento estaba durmiendo.
El lugar entero estaba sumido en el silencio. Jiro se detuvo en cuanto quitó las telas que lo cubrían, dándose cuenta que habían cambiado sus ropajes maltratados por otros limpios. Enseguida llevó sus manos a su pecho, percatándose de la ausencia del dije.
"No está..." Su boca se sintió seca y creyó verse a sí mismo palidecer. Buscó desesperado entre la ropa nueva, en el colchón de paja y en sus alrededores, pero no estaba. Su ceño se frunció y su cuerpo tembló ¿Qué era lo que había pasado? ¿Cómo había llegado hasta ese lugar? ¿Quién lo había llevado hasta allí?
Como si las respuestas llegaran justo cuando las llamaba, la puerta se abrió, revelando la figura de una muchacha a la que Jiro nunca había visto, quién tenía en sus manos un plato de sopa humeante. La muchacha dirigió su mirada hasta el rubio, acercándose a él con cautela y detenimiento; como si fuera un animal salvaje herido.
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A Orillas del Río Rojo
FantasyUn río infinito, que fluye sin cesar, vida infinita. En un país donde la paz pende de una cuerda floja, un niño crece escondido dentro de los límites de una pequeña aldea, contando sólo con el cuidado de un monje y su madre. La paz en su pequeño pue...