Parte 6

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Se sentó en el suelo una vez había terminado de enterrar a todos los aldeanos, incluyendo a su propia familia. 

Su mirada azulada se dirigió a la tumba de su madre, junto a la del monje Ming-Shi, con un tremendo vacío llenando su pecho. Antes de que pudiese darse cuenta, se había quedado completamente solo, hallándose a mí mismo en un fétido, frío y oscuro cementerio al que tiempo atrás solía llamar hogar.

Mientras cavaba las tumbas, clavando la pala en el suelo y haciendo la tierra a un lado, Jiro se reprochó lo ignorante que había sido durante tanto tiempo. Ignorante de todo el dolor y sufrimiento que estaba al acecho, de las muertes tan violentas y de las terribles cosas de las que podría llegar a ser capaz el ser humano. 

Entonces, una vez dado por terminado su deber,  se fue del pueblo en el que había pasado toda su infancia, incapaz de seguir soportando estar allí. Jiro empezó un viaje sin rumbo, sin camino ni destino establecido, un viaje que fuera capaz de alejarlo de todo el dolor y pesar que le había estado consumiendo desde hacía semanas atrás. Estaba tratando de escapar, de forma desesperada y tonta, de los recuerdos dolorosos y remordimientos demoledores que profundizaban cada vez más en su conciencia y alma. 

Ingenuamente, huía sin resultado de algo de lo que le era imposible escapar, de él mismo. 

Las villas ahora eran grises y deprimentes. Los pueblos tenían impregnados el olor a muerte y a enfermedad, colapsados por la pobreza que había dejado atrás la guerra. Claro está que esto se veía en todos lados menos en las casas de los nobles y generales, quienes vivían en las grandes ciudades que se mantenían en pie gracias al duro trabajo de los campesinos y la mano de obra barata, que trabajaba horas y horas por un simple y mísero trozo de pan. Ciudades sostenidas por los pueblos y aldeas que le daban de comer, así como hicieron con la guerra, en los que ahora solo quedaban mujeres, ancianos y niños enfermizos, todos hambrientos y debilitados. 

Jiro miraba entre sus manos el dije de oro con el singular escudo grabado en él, con nostalgia y melancolía. Lo había encontrado momentos antes de enterrar a su madre, guardado entre sus ropas, cayéndose en cuanto la levantó, y que no vio hasta después de entrado el atardecer, mientras rezaba porque su alma encontrara descanso.

Tuvo la necesidad de tomar el dije antes de irse, queriendo tener junto a él algo de su familia, algo que le recordara que no siempre estuvo solo y que alguna vez fue humano, ya que ahora no podía afirmar con seguridad que lo siguiera siendo. Y es que ¿Podría seguir llamándose una persona, aún cuando sus heridas se regeneraban sin dejar marca? ¿Qué es ahora mismo? ¿Un monstruo? ¿Un fantasma de la guerra?  ¿Podría seguir llamándose un humano, aunque cuando había perdido lo que más caracterizaba a los hombres y a las criaturas, su mortalidad? No lo sabía, y mientras más se lo preguntaba, más dudaba de su humanidad y más confuso se sentía. 

—¿Lo has escuchado verdad? —Habló una señora mayor con su vecina —Dicen que hay un grupo de bandidos rondando por las aldeas vecinas. Satsu, mi cuñada, me ha dicho que son soldados rezagados y desertores que han estado robando y haciendo todo tipo de calamidades por los alrededores. 

—Enserio... Por si la guerra hubiera sido poco, ahora están esos rufianes... Que los dioses nos libren. 

Jiro se levantó de donde estaba, pasando frente a la mirada juzgona e irritada, aunque no sorprendida, de las señoras que hablaban hacía unos momentos, pensando que sería otro pobre viejo enfermo y vagabundo, sin casa ni familia, de esos que ahora solían vagar por los pueblos. El encapuchado solo pasó a su lado en un silencio sepulcral, mientras guardaba dentro de su haori maltrecho y desgastado el dije de su madre. Siguió caminando como lo había estado haciendo desde hace semanas, sin ganas ni ánimos, hacia quien sabe donde. 

A Orillas del Río RojoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora