La piel de Eric, velluda como era, se sentía extraña junto a la suya, pero ella se acostumbró rápidamente. Echaba de menos el brillo sibilante del agua a su alrededor, aunque descubrió que las piernas podían enroscarse como pares de colas. El único problema era esa columna, que sentía dura como un hueso cuando Eric la frotaba contra ella. Ariel se agachó para moverla un poco. Entonces sintió que se remecía en su mano y estaba húmeda en la punta. Eric gimió.
-¡Oh, Ariel, no quiero esperar más!
Rodó sobre ella, el peso de sus piernas y la presión de sus rodillas separaron sus muslos.
-¿Esperar? ¿Esperar a qué? -dijo ella.
Él puso su mano sobre el mechón de vello rojo entre las piernas de ella.
-¡Para esto!
Ella se retorció.
-Eric, ¿qué estás haciendo?
-¡Te quiero a ti, Ariel! ¡Ahora! Podemos jugar más tarde, pero debo tenerte ahora o si no explotaré!
Ariel se estremeció.
-¡Eric!
Sus dedos buscando dentro de ella causaban extrañas sensaciones en esa zona, que pensaba que era por donde los humanos eliminaban orina. ¿Por qué quería tocarla allí?
-¡Ariel! ¡Sí!
Él confundió el alarido con excitación y le subió las piernas por encima de los hombros. Esa columna de carne, rígida y que hasta parecía palpitar, sobresalió del cuerpo de Eric. Ariel intentó hablar, pero en esa posición incómoda sus pechos estaban aplastados contra su cara y apenas podía respirar.
-Sólo dolerá un momento -prometió.
Acomodó su miembro en la entrada del orificio y empujó. Ella sintió como sus tejidos blandos se separaban como arena húmeda mientras él forzaba aquella columna. Un dolor repentino y vívido la atravesó. Sintió como si una vara de hierro duro fuera clavada en su vientre, a modo de anzuelo, para desgarrar sus órganos internos más vitales. Ariel gritó en un tono tan alto que sólo los delfines podían oírla. Empujó a Eric, tratando de apartarlo, pero era demasiado pesado. Había introducido su columna solo hasta la mitad, y ella se estaba muriendo de la agonía. ¡Pensó que la amaba! ¿Cómo podía hacerle eso? ¡Su padre tenía razón! ¡Estaba matándola! Mientras él gemía, con la lengua entre los dientes, volvió a empujar hasta el fondo. Ella golpeó la cabeza de él con sus manos como una bandada de gaviotas asustadas. Él le agarró las nalgas, apretando con los dedos, y siguió adelante hasta que sus cuerpos se juntaron. El ancho de las caderas de él forzó a las piernas de ella a abrirse más. Ella ya no podía ver la columna, sólo su cabello inferior negro y el rojo de ella, tan cerca que podrían haber hecho la piel de una extraña bestia. Sus pies patearon inútilmente junto a las orejas de Eric.
-Está bien -susurró-. El dolor ha terminado, dulce Ariel. Era solo tu virginidad.
Sacó su miembro casi por completo, y ella vio que su columna estaba ahora manchada con su sangre. Él volvió a empujar lentamente hacia adentro, sin prestar atención a las patéticas luchas de ella. Ariel sollozaba, jadeaba, intentaba gritar. Empujaba más fuerte, se retorcía debajo de él. Él la sacaba y metía de nuevo, una y otra vez, cada vez más rápido.
-¡Eric, por favor! -suplicó.
-Pronto, cariño. Pronto. Oh, sabía que serías así. Mueve tu trasero, sí, arriba y abajo, como yo, ¡oh, Ariel!
¡Estaba disfrutando con esto! ¡Disfrutando con su dolor! ¡Salvaje! ¡Monstruo! Había sido engañada, ¡tan horriblemente engañada! Dentro y fuera, dentro y fuera, más rápido y más duro, toda la cama rebotando y temblando con ellos. Los muslos de Eric cacheteaban las nalgas de Ariel. De repente, él echó la cabeza hacia atrás y empujó tan fuerte que ella llegó a pensar que su vara invasora saldría de su vientre inundada de sangre.
-¡Ohhhh, Ariel! ¡Síii!
Dos empujones más y todo su cuerpo se puso rígido y se estremeció. Sintió un chorro de líquido caliente dentro de ella y supo que se estaba muriendo, que él había roto algo y que ella moriría. Se desplomó sobre ella, pesado y cubierto de sudor salado. Increíblemente, estaba besando su frente, sus mejillas, sus labios.
-¡Ariel, querida, eso fue maravilloso!
Ella lo empujó y rodó hacia su lado.
-¡Asqueroso! ¡Cochino asqueroso!
-¿Qué?
Se levantó con un codo.
-Ariel, ¿qué pasa?
Sollozó, con los brazos cruzados ocultando su vergüenza. Podía sentir la pegajosidad que rezumaba entre sus piernas pero no se atrevió a mirar.
-¡Pensé que me amabas!
-¡Te amo!
-¿Entonces por qué? ¿Por qué esto?
-¿Qué? Pero, ¡es nuestra noche de bodas!
Sonaba preocupado, perplejo. Ariel no estaba muriendo tan rápido como esperaba, aunque se sentía lastimada e hinchada por todas partes.
-No lo entiendo -gimió, cubriéndose la cara con las manos.
-Duele un poco la primera vez.
-¡Primera vez! ¿Quieres decir que planeas hacerlo de nuevo?
-¿No te gustó?
-¿Gustar? ¡Intenté detenerte! ¿Se supone que me tiene que gustar eso? ¿Para qué?
-Eres mi esposa. ¿No quieres tener hijos?
Ella lo miró, ahora aún más confundida.
-¿Hijos?
-Sí. Hijos. ¿De qué otra forma los tendríamos?
Ariel se abrigó con una manta.
-¿De qué otra forma? Yo pongo mis huevos en el frezadero, tú nadas a lo largo de... y... oh. Hubo un momento de silencio incómodo, luego ambos hablaron a la vez.
-Los humanos no ponen huevos, ¿verdad? -preguntó con una voz muy pequeña y dócil.
-Las sirenas no tienen sexo, ¿verdad? -preguntó él.
Se miraron el uno al otro con horror. En la cubierta, un marinero borracho encendió un barril lleno de fuegos artificiales y todos vitorearon el largo y feliz matrimonio de Eric y Ariel.
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La noche de bodas de Ariel y Eric
Romance"Pueden saber lo que es amar, ya siempre el sol les va a acariciar, juntos al fin pueden vivir fuera del mar" Estas son las líneas finales con las que concluye La sirenita, si bien solo es el comienzo de nuevas aventuras para nuestra querida pareja...