Estábamos jugando en la playa, habíamos ido aquel fin de semana, estábamos cansados de la escuela, mi padre del trabajo y mi madre de su negocio, necesitábamos aquel descanso, verdaderamente lo necesitábamos.
Era el penúltimo día, aprovechábamos los momentos al máximo, nos quemábamos hasta que la piel cambiaba de tono, nos ardía y no nos dejaba dormir por la noche gracias a la comezón, el calor era insoportable, tanto que nos atrevíamos a dejar las ventanas de las habitaciones abiertas y que aquellos diminutos insectos salvajes se alimentaran de nosotros.
A mi padre le gustaba esa playa, era tan tranquila y solitaria, justa para nosotros cinco que íbamos en busca de relajarnos, de olvidarnos de nuestras obligaciones, un rato. Era el lugar donde solo querías que estuvieran ciertas personas, porque saber que era exclusivo te hacía sentir único ahí, sabías que no sería pisado por otras suelas que no fueran las que conocías, ni admirado por unos ojos no resplandecientes a los tuyos o pronunciado por unos labios vagos, sino que la gente que lo conociera sería esa misma que tú también conocieras.
Clío corría por toda la arena, practicaba sus pasos de danza en esos granos diminutos, dorados y de vez en cuando una ola llegaba hasta sus pies y la espuma los cubría mientras ella gritaba que el agua estaba helada, se agitaba y hacía una cara de horror al poder percibir esta sensación. Clío era así, expresiva y exagerada ante el andar de la vida, todo lo hacía con exceso, sonreía y le dolía la mandíbula, lloraba y le dolía la cabeza, escribía y rajaba la hoja. Su exageración era su forma de demostrar como todo podía ser y convertirse en tanto y como ella siempre sería solo eso, sin la transformación a algo más allá de lo que podía ser.
Mis padres se metían en el agua salada y podían pasar horas ahí, mientras hablaban, recordaban, soñaban y amaban. Sus miradas evidenciaban su complicidad, pues aunque no eran muy afectuosos, sus risas se abrazaban una a la otra y parecían danzar, sus ojos pronunciaban el cariño y la propia armonía de sus cuerpos cercanos reflejaban su cercanía de sentimientos.
Matilde y yo nos embarrábamos de arena todo el cuerpo y luego nos hundíamos dentro de ella y hacíamos formas raras e inexistentes. Creábamos castillos mal hechos, huecos donde el agua se guardaba y mágicamente desaparecía con una explicación razonable que conocíamos, pero decidíamos ignorar, hacíamos carteles de arena con nuestros nombres y después, los cinco nos metíamos a ver el atardecer al mar, a ninguno nos daba miedo todo lo que se decía de él, la verdad es que nos parecía mágico y algo magnífico de lo cual podíamos gozar cada tanto.
Ese día antes del regreso queríamos disfrutarlo, ya estaba esa sensación de que algo va llegando a su fin y no quieres que pase, así que lo mínimo que puedes hacer es disfrutar como si no fuera a pasar de nuevo y con justa razón. Los cinco flotábamos y éramos manejados por las olas, nos separaban un poco y después nos unían un tanto, pareciendo así una coreografía de baile, de vez en cuando una ola alta se avecinaba y teníamos que hundirnos en el agua y esperar a que pasara, pero a la hora de medir cuándo sería el momento indicado la ola ya nos había revuelto la melena y ahora el sabor salado permanecía en nuestro paladar.
Reíamos sonoramente con las ocurrencias de la pequeña de Clío, sus historias sin sentido y sus extrañezas por decir. Matilde se separaba un poco, disfruta de la soledad como una amiga y no como un grado que usaban las personas para decir que uno no tenía a nadie. Padre cantaba con su mala voz y madre se reía por las notas que no alcanzaba, pero que tanto disfrutaba de intentar.
Ahí dentro del mar era como vivir una vida nueva, te podías olvidar de todo un poco, yo sabía que seriamos felices si hubiéramos podido tener una casa en la orilla de esa playa, me imagino a Clío en la arena todo el día, contando sus pasos, haciendo pequeñas casas para los cangrejos que se esconden en la arena, corriendo de las olas para que no la alcanzaran y cuando fuera así gritar que tan helada estaba y hacer un drama, como lo hacía siempre.
Me imaginaba a Matilde con un libro, unas gafas y un suspiro largo caminando de un extremo a otro de la playa, mientras trataba de leer, pero se perdía en alguna página y comenzaba a pensar en su vida, su felicidad y quien es ella, porque al parecer, y me constaba, se desconocía y se tenía miedo de saber quien era.
Me constaba que le daba miedo conocerse porque más allá de saber quien era, caería en cuenta de lo que no era. Su mayor riesgo era verse en un espejo, pedir una opinión de ella a algún externo o definirse en unas cuantas palabras, porque ella misma se restaba importancia, porque alejaba a todo aquel que le resaltara aquello que no quería aceptar de su persona. Ella, verdaderamente, le tenía miedo a ser en toda su cavidad lo que no mostraba.
Luego pensaba en mis padres, en las tardes metidos en el agua, riéndose y escuchando las tonterías de mi padre, esas que siempre solía decir, esas que te alargaban una sonrisa e incluso dolía cuando la dejabas de tener, no tanto por un dolor físico, sino uno emocional, donde notas el vacío de algo que hace unos instantes te hizo feliz.
No sabía con certeza la necesidad de hacer bromas por parte de mi padre, ni de usar sarcasmo o ironía en cada momento de su vida, quizá era su ruta para salir de su propia tristeza, aquella que había enfrentado tanto tiempo y que le costaba evitar, aunque las arrugas en sus ojos demostraran felicidad.
Estábamos ahí, disfrutando y de tanto estar imaginando en cómo sería ser eterno en un lugar magnífico, todo se volvió oscuro, no de cuando la luna alumbra, sino cuando algo temeroso y catastrófico llega, cuando la niebla se asienta, los sonidos son más fuertes y hay una tensión que tu corazón escucha y siente.
De ese tipo de oscuridad cuando todas las sombras se juntan y marcan el choque de una discontinuidad. Ese tipo de oscuridad que no te dice nada más allá de lo que puedes ver a primer plano o que a veces vemos en el primer plano y decidimos ignorar.
Hubo un momento donde padre dejo de cantar, madre de reír, Clío de contar y Matilde de apartarse. Alrededor nuestro había más gente, mucha masa, como ninguna vez nos había tocado ver en esta playa, todos adentro del mar, acompañándonos.
Todos callados, horizontales, flotando, simplemente flotando, como si existieran, porque aún el sol los tenía en cuenta, pero sin vida, flotando. Cientos de cadáveres alrededor nuestro, toda la gente que alguna vez había muerto, comenzaba a emerger desde las tinieblas y la oscuridad de allá abajo, e iban llegando al cielo, el mar era el cielo.
La vida solo la conocía yo, ellos se habían ido, ahora ellos también flotaban alrededor mío, Clío no hablaba, estaba callada y con los labios rectos y fríos, como si la orilla del mar y la espuma los hubiesen tocado y congelado a tal grado de su exageración. Matilde no estaba lejos, estaba tocando su hombro con el mío, como si me dijera que siempre quiso más compañía de la que alguna vez pidió, como si haber dicho que disfrutar de la soledad fuera su forma de decir cuánto necesitaba que alguien estuviera ahí con ella.
Padre tenía los ojos dolidos, como si las risas se hubieran quedado atrás hace años y fueran suplidas por lágrimas saladas que se perdían en el mismo sabor del mar, y madre, ella estaba lisa, no reía, no amaba, no existía.
Estábamos disfrutando el penúltimo día, me ha costado volver a pisar el agua de la que tanto se quejaba la pequeña, me ha costado estar solo en un mundo de tantos y ahora entendía a Mati, me había estado costando tanto escuchar el silencio nítido de una vida sin risas de madre y cantos de padre.
Ahí, dentro del cielo azul marino con sabor a sal y suelo dorado, era mi turno de flotar.
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Las cuatro casas que habitaron
RandomCuentos que surgen cuando menos he querido, pero más lo he necesitado. No exijas mucho, pues tampoco soy exuberante, por lo tanto, doy poco.