Hay un sinfín de personas solas, caminando con tan solo el peso de sus pensamientos y murmullos constantes de su cuerpo en petición. Entra al museo y no examina las obras frente a sus ojos, sino que, en el reflejo se examina a sí mismo, es extraña su manía de gastar sus euros en entradas a museos caros que no le aportan mas allá de lo que ya conoce, solamente y nada menos que para admirar su propia figura distorsionada, reflejada en el cristal que protege una pintura valuada en millones. Y es que quizás ese es el problema, le enerva esa sensación de proteger aquello que es un objeto, y le frustra no proteger mas bien a uno mismo, que es el alma. Después de sus múltiples sensaciones que rondan al rededor de la frustración, sale del museo desprotegido, se ha conocido tanto a sí mismo en el reflejo que se puede describir a la perfección, sin quitarse algo, ni ponerse de más, como mucha gente lo haría. Sale del museo sin miedo y con la aceptación de que exclusivamente será aquello que ya es.
Se sienta en una banca, en la plaza principal, en el centro de la ciudad, y observa a las palomas, las odia, le repugnan y le agobian en su mayor tiempo mientras las mira. No le gusta su forma, ni sus colores, aunque sean sus favoritos, tampoco el nerviosismo que emanan ante las circunstancias del andar de la vida, muy de vez en cuando un pensamiento mezquino se apodera de su imaginación y se ve a sí mismo pisoteando a cada una de ellas, con mucho valor y energía; y es que también le parecen una invasión, hay millones y él está seguro que no hay una ciudad que en las plazas del centro no tengan un mundo de palomas viviendo ahí.
Se retira de la plaza, aún con esa energía tétrica de su imaginación, o más bien, de lo que le haría hacer. Ha vivido más de la mitad de una vida común, es decir, que no le queda mucho por vivir, a pesar de los años; cuenta ya con unas enfermedades y si se le suma que no toma medicamentos para controlarlas, que fuma sin control y que aparte no hay quien lo cuide, ni siquiera él mismo, pues le queda muy poco.
Él lo sabe, sabe que ya no hay tiempo, y si lo hay, no lo tiene en cuenta. No le gusta el curso de la vida, o el avance del mismo. Siempre se ha querido quedar pausado, estático, en un mundo que va a velocidad constante, que no para, no se detiene para admirar, esa esencia, en su mayoría de veces, diminuta. Por eso él camina lento, observa lento, vive lento.
Camina por en medio de la calle, como si fuera de pueblo, le gusta la sensación de que si un coche viene se frenará y le dirá que se mueva, como si a la persona dentro de vehículo le importara la vida del otro, pero eso no es cierto, sabe que si también le rondara esa imaginación despreciable que le ronda a él, a la otra persona le nacería el deseo de seguir su paso, sin importarle que se esté desangrando yacido en el terreno, a punto de cesar su respiración y morir. Han estado a punto de atropellarlo, cientos de veces, y jamás ha pasado, siempre el auto logra frenar y él entonces se ríe, a carcajadas.
Cuando llega a su piso y no hay nada más que un sillón y un piano en medio de la sala, se siente en su hogar. Dos cosas son suficientes para hacerlo sentir que tiene todo. Ni siquiera sabe tocar el piano, lo utiliza para comer sobre él, impresionar a algunas personas y tener relaciones. Su sillón es verde olivo, le recuerda a los ojos de la niña que le gusto en su infancia y jamás le hablo. En su maleta de tela lleva libros, es la maleta que lleva todos lados y en los márgenes de estos escribe sus relatos. Están llenos, e incluso hay historias que se enciman en otras, creando miles de situaciones posibles para solo un relato.
Escribe mucho, siente que tiene mucho que decir, pero nadie que lo escuche. Así que cuenta todo lo que siente y piensa en palabras y de vez en cuando se atreve a entrar a librerías conocidas que se encuentran en las grandes avenidas y dejar estos en algunos cabinetes, sobre los peores libros que se han escrito. Cree que puede cambiar a la gente, es por eso que los abandona ahí, confía en que habrá alguien que en vez decidir llevarse un libro comercial y vació de sentido se llevara el suyo.
Quiso ser escritor, lo intento y siempre fracaso, no hubo en todos sus estudios, alguna historia terminada por entregar, las clases le parecían un fastidio. ¿Cómo se enseña a escribir?, se preguntaba. No se puede enseñar, tan solo se hace. Fue maestro, y no odio a los niños, sino a los padres de estos, tanto que renuncio en seguida. Intento ser cocinero, pero quemaba todo aquello que cocinaba y por último, decidió ser crítico, y solo así prospero.
Era un bien crítico, porque nada le gustaba y a todo le encontraba un mal. Las veces que no critico fue porque no supo cómo algo le cautivaba, se sorprendía así mismo si algo le gustaba y después se enojaba. Le frustraba que le gustaran las cosas, como si no mereciera admirar y ser partícipe del placer estético.
Lo abandonaron tres veces cuando fue niño, y siempre pensó que fue su culpa. Que no era capaz de ser amado. Hay dolor en él, mucho y el mayor problema es que lo cuida y lo esconde. A las once de la noche le da por llorar, se encoge en el sillón y llora por unos quince minutos, no llora por los últimos sucesos, llora por su infancia, extraña a su madre, a pesar de que no lo quiso y le llora a su padre a pesar de que lo maltrato.
Quiere aquello que le hizo daño y a aquellos que lo han querido los desprecia. No se quiere a sí mismo, se deja en el olvido y se ausenta en el piso, no le queda nada.
El piso frío, el cuerpo cálido enfriándose, ha sido en vano su enojo, su desprecio, su vida. El piso frío y el cuerpo, ahora, helado.
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Las cuatro casas que habitaron
AcakCuentos que surgen cuando menos he querido, pero más lo he necesitado. No exijas mucho, pues tampoco soy exuberante, por lo tanto, doy poco.