𝐿𝑎 𝑢́𝑙𝑡𝑖𝑚𝑎 𝑜𝑝𝑜𝑟𝑡𝑢𝑛𝑖𝑑𝑎𝑑

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Maddie:

Entré a casa y cerré la puerta con llave.
Mis pies dolían tanto que parecían palpitar.
Mi ropa se encontraba desagradablemente pegajosa.
Mi cabello inflado por la humedad caía sobre mis hombros provocándome una molestia inexplicable.
Mi cabeza molestaba, advirtiéndome sobre un dolor de cabeza que, si no tomaba algún medicamento, dolería como un hijo de perra.
Y mi piel se encontraba tan sudada, pegajosa, que solo quería arrancármela con mis propias manos para dejar de sentirla.
Si, estaba de mal humor. Y agotada. Y abrumada. Y estresada.
Así que me desvestí, tirando la ropa al piso con desprecio, até mi cabello afro como pude, haciendo un rodete desordenado del que escapaban varios rulos, y finalmente me saqué los malditos tacones que me habían hecho ampollas en los talones. Entonces caminé hasta el baño, dejando la puerta abierta, y puse el tapón de la bañera, esperando hasta que se llenara para sentarme en ésta.
Esto necesitaba: Un baño de inmersión.
El agua caliente parecía acariciar mi adolorido cuerpo, dándole un descanso a mis pies y piernas, y dejando que mi contracturado cuello por el estrés descansara.
El tiempo pasaba sin que un solo pensamiento pasara por mi cabeza.
Sólo existía.
No había ruidos, personas, molestias, o nervios. Únicamente el sonido de mi respiración.
Y el tiempo siguió pasando, provocando que el agua se enfriara. Pero no me interesaba.
Ya no me sentía enojada o abrumada. Sólo agotada.
Agotada de todo. De todos.
Pero no quería sentirme así. Quería olvidar mi agotamiento, dejarlo de lado. Olvidarlo lo suficiente para fingir que tenía la energía para seguir con la rutina.
Finalmente empecé a jabonarme, pero abandoné la tarea al llegar a mis pechos. No, no tenía ganas.
Cuando volví a dejar el jabón en la jabonera tuve que incorporarme, quedando sentada. El cambio de temperatura hizo que empezara a temblar, por lo que rápidamente volví a introducirme en el agua, aunque ésta seguramente estuviera más fría que el aire.
En unos segundos volví a entrar en calor, pero mis pezones seguían duros por el anterior cambio de temperatura. Empecé a masajearlos, en un intento de que su sensibilidad dejara de molestarme.
Pero contrario a lo que quería lograr, un recuerdo de Ray tocándolos de la misma forma me asaltó, y no pude evitar tratar de imitarlo.
Empecé a mover los dedos pulgar e índice en círculos lentamente sobre éstos. Luego los apreté suavemente, alternando las caricias y los pellizcos.
Mi cuerpo no tardó en calentarse, y mi vagina comenzó a mojarse lentamente mientras pellizcaba con más rudeza cada vez.
En respuesta, mi respiración comenzó a agitarse, y mis piernas a abrirse despacio.
No tardé mucho en jadear, cuando pellizqué tan fuerte mis pezones que sentí ese agudo dolor. Ese dolor tan agudo que roza lo placentero. Ese que hace mi clítoris palpitar.
— Te advertí que si volvías a tocarte sin mi permiso te ganarías un castigo. — la amenazante voz de Ray me asustó de tal forma que no pude evitar ahogar un grito antes de darme vuelta hacía el, apoyado en el marco de la puerta. Tenía los brazos cruzados, en una pose de tranquilidad tan estática que pasaba a ser amenazante.
Todavía usaba la ropa del trabajo: una camisa blanca, una corbata gris, un saco de vestir negro, y pantalones de vestir. Pero aun así se veía tan atractivo que no podía evitar devorarlo con la mirada.
Nueve años de casados no habían cambiado nada.
Me levanté tan velozmente como pude y en voz baja empecé a disculparme. No podía parar de temblar. Tal vez era el frío. O tal vez era el miedo. No lo sabía realmente.
— Perdón, amo. Realmente lo siento. No quería ganarme un castigo. —Y él lo entendió.
— Arrodíllate. —ordeno severamente a la vez que empezaba a caminar hacia mí.
Su expresión me dio miedo. Tanto que no tardé un segundo en obedecerle.
Sus ceño se encontraba fruncido, como pocas veces había visto, y sus ojos marrones brillaban con peligro, alertándome sobre su enojo.
Miré sus zapatos.
—Sé por qué lo hiciste así que te perdonaré. — comentó tomando delicadamente mi mentón y levantándolo para que lo mirara a los ojos— Pero la próxima vez no habrá excusa que te salve. Te tocas de nuevo y te prometo que te joderé tan fuerte el culo que no podrás caminar del dolor.
—Si, amo. — respondí en un murmuro, ya que a medida que había dicho su promesa, había empezado a apretar mi mandíbula tan fuerte que sentía sus dedos hundidos dolorosamente en mi piel.
—Bien. —dijo finalmente soltándome— Ahora vuelve a recostarte.
Aunque mi confusión era notable, obedecí sin dudar o cuestionar.
El alivio en cuanto toqué el agua fue instantáneo. Parecía estar hirviendo de nuevo.
Ray se sentó en la tapa del inodoro, el cual se encontraba frente a la ducha a apenas unos centímetros, con sus piernas abiertas y sus brazos apoyados sobre éstas. Con serenidad empezó a arremangarse las mangas de la camisa hasta el codo, dejando ver sus brazos trabajados.
—Empieza a tocarte. —ordenó. Y yo obedecí una vez más.
Comencé a tocar mis sensibles pezones una vez más, como anteriormente lo había hecho: primero haciendo círculos y luego pellizcando.
Mi respiración volvía a acelerarse, y mi clítoris palpitaba de nuevo al sentir la atenta mirada de Ray sobre mí.
–Más. —dijo Ray. Obedecí, pellizcándome tan fuerte que siseé tratando de contener un quejido.
Los primeros jadeos escaparon de mí.
—Tócate el coño y apoya tu espalda en el borde de la bañera con las tetas fuera del agua. —ordenó desconcertándome.
Pero en cuanto lo hice entendí. Sentía tanto frío que mis pezones estaban tan duros como piedras y tan sensibles que dolían.
Sin embargo, las caricias que yo misma le daba a mi clítoris, no dejaban que me concentrara en el dolor. O eso fue así hasta que mi amo pellizcó mí pezón izquierdo con tanta fuerza que mis piernas se cerraron del dolor, y en consecuencia mi mano paró.
—Saca las piernas fuera de la bañera y apóyalas en el borde. Si vuelves a cerrar las piernas o dejar de tocarte, te azotaré tan fuerte las piernas que no podrás volver a cerrarlas. —advirtió volviendo a pellizcar mi dolorido pezón.
—Sss-í, amo—sisee por el agudo dolor.
—Sigue. Más rápido.
Volví a tocarme, esta vez acelerando la velocidad.
Mis dedos del pie se retorcían tanto como mi cadera, pero aun así mantenía mis piernas quietas.
Mis jadeos eran lo único que se escuchaban en el baño, mientras el amo jugaba con mis pezones, apretándolos y manoseándolos a su antojo.
—Un dedo. Mételo hasta el fondo. —ordenó a la vez que se levantaba, saliendo del baño.
No, no, no, no, no. ¿Me dejaría así?
Lentamente empecé a introducir mi dedo medio. Un gemido escapó de mí y resonó por las paredes del baño.
Mientras más profundo lo introducía, más se abría mi boca, y más se contraían mis músculos. Aunque estuviera mojada, dolía un poco.
Cuando finalmente pude parar, el dolor había desaparecido, pero la desesperación por no poder moverlo me atacó sin piedad.
Milagrosamente mi amo llegó en ese momento. Traía consigo un dildo, unas pinzas para pezones, y un collar.
—Parece que aprendiste a obedecer, zorra.
—Si, amo.
—Entonces no volverás a desobedecer, ¿no es así?
—No, amo. No lo volveré a hacer, amo.
—Bien. Mueve tu dedo.
Obedientemente empecé a mover mi dedo, sacándolo lentamente y volviendo a introducirlo, una y otra vez, aunque deseara acelerar el ritmo.
Mis gemidos eran constantes. Mi respiración desastrosa.
Ya no sentía frío.
Entonces el amo puso las pinzas en mis pezones. Éstos empezaron a doler al instante, haciendo que un jadeo de dolor escapara con violencia de mis labios.
—Más rápido.
Por fin pude acelerar el ritmo. Empecé a sacar la mitad del dedo antes de volver a introducirlo.

𝔗𝔥𝔢 𝔓𝔲𝔫𝔦𝔰𝔥𝔪𝔢𝔫𝔱Donde viven las historias. Descúbrelo ahora