¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Me inclino frente a la figura de Jesús crucificado clavada en la pared frente al altar y camino entre medio de las bancas de la iglesia, aferrando el relicario en mi pecho y escuchando como la madera vieja del piso cruje por los pasos que doy con mis zapatos negros debajo del hábito que me cubre por completo.
Hay una ventisca afuera que mece las ramas de los árboles de este a oeste, creando una alfombra de hojas secas en el piso. Son las tres de la tarde, la hora en la que se cree que nuestro señor Jesús murió. Pero la iglesia está vacía y sé que permanecerá de esa manera hasta que el sol empiece a esconderse detrás de las montañas boscosas.
He terminado las tareas del día antes de tiempo y mi hora de rezar empieza a la misma hora, todos los días.
Me arrodillo en una de las bancas, apoyo los codos, junto las manos y me pierdo en las palabras de agradecimiento, de disculpas y me tardo más tiempo del que debería en la parte de las peticiones.
—Te pedimos señor que nos hagas gozar de buena salud, que hagas de nosotros una comunidad prospera y que jamás falte...—me detengo cuando escucho las puertas viejas de la iglesia abriéndose y cerrándose al cabo de unos minutos. Hay una corriente alterando los vellos de mi cuerpo y una sensación de inquietud en mi espalda.
