«te dije que no»
el recuerdo de su voz al querer desgarrar su ropa hizo que se viniera. lo disfrutó tanto, que su mano quedó inmóvil por segundos. no necesitaba una mano, necesitaba a sus labios, la necesitaba a ella.
valeria.
cómo le hartaba su nombre.
eran unos niños. ninguno fue tan maduro como para decirle al otro que lo quería. pero eso nunca llegó a importar realmente, no hasta que alguno se fuera a coger con alguien más.
y la respuesta más pura de charles leclerc eran los celos. las miradas intimidantes, las palabras fuertes, los golpes contra las paredes al momento de sentirse dentro de ella. toda esa ira, todo ese coraje, todos esos celos. y solo por que no se atrevía a decir te quiero.
la subasta era una estupidez, pero charles la había invitado. se supone que todos estarían ahí, pero tampoco importaba. los demás la conocían.
se veía preciosa, él lo sabía. se permitió mirarla, no solo por lo jodidamente hermosa que era a sus ojos, sino porque no podía dejar de hacerlo. el plata siempre le sentó bien.
la mente de valeria parecía otro ser con vida dentro de ella cuando estaba cerca de charles leclerc. siempre intentando pasar por alguien mucho mejor de lo que pudiera pretender ser, pero así era charles, y a ella le encantaba. le jodía que le encantara. no podía decirle lo guapo que se veía en ese traje, pero sí que quería arrebatárselo con la fuerza misma que hizo acabarlo cuando estuvo sobre él.
—¿qué? —pregunta ella, luego de mirarlo reír al punto de casi parecer divertido. "nada" dijo charles. —¿qué? —repite ella alzando la voz.
—podrías ganar buen dinero vestida así —charles leclerc no iba a decirle que se veía bonita. aunque, en cierto modo, sí se lo dijo.
—podría, si me pagaras.
le abrió la puerta y subieron al auto. la noche siempre había sido el camino más fugaz de todos. porque amanecía, porque lo veía todo desde la oscuridad sin pretender esconderse, porque el delirio del placer prefería pintar más fuerte las estrellas a torturar al sol.
los caminos de mónaco, pensó.
—creí que me dirías que no —dice charles con apenas recorrerle su rostro. tenía que parecer centrado en el frente, no en ella.
—ese es el problema, charles. no puedo decirte que no.
sus ropas elegantes no combinaban con sus corazones. los ideales no existían con ellos, pero las fantasías sobraban. era más fácil dibujar algo que no existía a pensar en algo que podría o no pasar cuando habías imaginado que sí.
es que no iba ser real. los coqueteos, los celos, el sexo, las paleas. todo era lo mismo. pero nunca aparecieron las palabras bonitas. pero ahí estaban los besos, las caricias, las salidas, las carreras. ahí estaba todo, pero no había nada.
charles frenó el carro.
y el viento dejó de correr. qué importaba si estaban en medio de la carretera de mónaco, qué importaba si no.
y es que no importaba nada. no importaba él, no importaban las estrellas ni las sombras, no importaba el viento ni los otros autos pasando sin detenerse a pensar por un segundo que puede ser el día más impresionante de su vida. quizá por eso no importaba.
se bajó y fue hasta su puerta, y la abrió. resultaba que en su mente, ella tampoco importaba. se bajó del carro. y la puerta quedó prisionera detrás. pero es que, qué importaba cuando la mirada que le dedicó charles leclerc antes de besarla hizo que pensara, ¿y si sí importa?
charles no solo le dio un beso. eso fue un arrebato de la desesperación más pura por decirle te quiero. fueron celos, fue sufrimiento, fueron lágrimas, fue placer. pero todo eso no cabía en un beso.
nunca se había dado cuenta que siempre habían estado así de cerca. las manos de charles ya estaban en sus caderas, y podría dejarla ahí y pretender olvidar. pero quería más, con ella siempre quería más.
era como si sus ojos hubieran dicho todo. el ruido del vestido rompiéndose fue casi tan fuerte como cuando charles hizo que se golpeara contra el auto. besó su cuello, ella quitó su saco. siempre le gustó mirarlo en traje; en cualquier traje. pero le gustaba más sin él. algunos de los botones de su camisa habían terminado junto a los neumáticos.
y qué si no tenían más ropas elegantes.
valeria lo tomó por la espalda y lo besó. y con ese beso, y harta, se lo dijo todo. le contó sus recuerdos, le mostró sus sueños, le recordó sus placeres y le enseñó que lo quería. tanto, que hacerlo mierda, no era nada.
y su pierna se elevó hasta que él la tomó para retenerla en su mano. pero los dedos de charles querían jugar a ver si eran más rápidos que su lengua. la escuchó al oído, y apretó las piernas. pero no la dejó.
y metía y sacaba. y metía, y no metió más. casi estaba sudando, tenía un par de cabellos en el rostro. no tenía nada más. y le regala otro beso, pero todavía quiere más. sus ojos la examinan. perfecta.
y un golpe más. y otro. charles leclerc era un salvaje. sus embestidas eran perfectas, nunca más lento, nunca más suave. y los gritos, oh, los gritos. qué importaban esos gritos cuando charles leclerc la estaba cogiendo como nunca.
un orgasmo no era suficiente. la mirada de charles le estaba gritando a la cara. las vibraciones se confundían con las del carro, cómo mierda es que podía ir tan rápido. las manos a sus costados, la fuerza de sus piernas para empujar sus caderas dentro de ella, lo rojo de su rostro que hacía ver el color de ferrari como una burla, lo agitado de sus labios temiendo detenerse. charles leclerc estaba haciéndola mierda.
charles leclerc no era un dios. tampoco merecía serlo. porque aunque su cuerpo era el de tal, su alma le pertenecía al infierno en el que rogabas poder caer, sin pretender ocultar que le pertenecías.
y sus manos pusieron sus cabellos detrás de sus orejas. y la miró, y no podía dejar de mirarla, y no quería. lo tenía, mierda, y cómo lo tenía. le gustaba regalarle besos. le gustaba entrelazar sus manos con las suyas.
—te quiero, vale.
él, y los caminos de mónaco, pensó.