El hada y la Bestia

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Y la Bestia tembló cuando la primera gota de sangre azul fue derramada por el pueblo.

Tembló como cualquiera que debe enfrentarse al peso de sus propias atrocidades. La Bestia sabía cuántas razones tenía la gente para rebelarse en contra suya. Y temía.

Adrien Théodore Baudelaire era uno de los nobles más ricos del reino. Cada mes ofrecía fastuosos bailes en su palacio, invitando solo a gente tan adinerada como él o cuya beldad no le iba en zaga a la suya. No obstante, la belleza de la Bestia era tan grande como su crueldad.

Disfrutaba de la cacería, además de que debía gran parte de su riqueza a la venta de esclavos, aquellos provenientes de Alkaffar, a los que se les cortaba la lengua para que se mantuvieran callados; guardaba a los más agraciados en su palacio y entregaba al resto a quien desease pagar por ellos. Sobra decir que azotaba a sus sirvientes y cobraba impuestos altísimos. Si nadie había abandonado el pueblo hasta entonces, era porque un espeso bosque alrededor de este dificultaba la salida.

Baudelaire, encima de todo, se enorgullecía de ser conocido por su gente como «la Bestia». Le daba poder. Se esforzaba por merecer el sobrenombre, casi tanto como comenzó a esforzarse por mantener su territorio cuando se enteró de que la revolución se estaba esparciendo como una plaga; algunos nobles caían por mucho menos de lo que hacía él. Solo un milagro podría evitar que las revueltas llegaran a sus tierras.

Un milagro o, en todo caso, el favor de un hada.

La opción ganadora fue la segunda. Baudelaire, finalmente, le imploró a un hada que protegiera su territorio de la llegada de la revolución y lo mantuviese a salvo de la ira de la gente. El hada cumplió el deseo del joven a cambio de que, de ese momento en adelante, atendiera todas y cada una de sus peticiones.

Así, Baudelaire procuró obedecer las órdenes de su protectora al pie de la letra. Cada semana salía de su palacio, se adentraba en la frialdad del bosque y escuchaba las peticiones del hada. La Bestia le llevaba animales parlantes —obtenidos de los traficantes que abundaban en el pueblo—, trozos de las prendas de un hombre viejo, o un puñito de los cabellos de una mujer enamorada. En un par de ocasiones le llevó niños, y otra de ellas, la sangre de un recién nacido. A Baudelaire, acostumbrado a tomar todo lo que deseaba, le pesaba poco mantener complacida a su protectora.

Un día, el hada abordó a su sirviente con una orden apremiante. Ella tenía otro pueblo bajo su protección, y había algo en él que ella no podía dejar pasar.

—Poco hace desde que, a mi otro territorio, llegó un teatro ambulante —le dijo a la Bestia—. Uno de sus actores tiene embelesada a toda la gente; le contemplan y le alaban como deberían hacerlo conmigo. ¡He aquí que un vulgar muchacho ha osado arrebatarme el lugar que tengo entre la gente por mi belleza! Yo no puedo hacerle nada, pues perdería la confianza del pueblo, así que tú debes buscar a ese usurpador y hacerle pagar por haberme desafiado. Mátalo. Haz que lamente su hermosura y, si lo logras, te dejaré en paz un año entero, para que goces de tu poder sin preocuparte por mis encargos.

Baudelaire, sin pensarlo dos veces, se dirigió al otro pueblo protegido por el hada. El muchacho al que buscaba era tan conocido en aquel lugar, que dar con él fue increíblemente fácil.

Sin embargo, cuando la Bestia vio a su bellísima presa, fue incapaz de quitarle la vida.

El actor, Laurent Marceau, era un hombre precioso, de largos cabellos negros y seductores ojos marrones. Talentoso y agraciado, cuando Baudelaire lo escuchó hablar su corazón se volvió metal fundido, ardiendo por la insolente hermosura del joven, pobre, condenado a morir a manos suyas.

Obnubilado, Baudelaire se acercó al actor apenas tuvo la oportunidad, desatendiendo las órdenes del hada que lo tenía esclavizado. Intentó hechizar a Laurent hablándole con ternura, apreciando su arte y ofreciéndole una rosa, recién cortada de un arbusto silvestre que se había cruzado en su camino.

Rosas de JaspeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora